«¡Por favor, Señor, que Stephen esté vivo!». Atrapada en un agujero negro de terror y angustia cuando le comunicaron por teléfono que su marido, el científico más famoso del mundo, estaba al borde de la muerte, Jane Hawking susurró en voz baja esta desesperada plegaria. Como tantas otras veces, se aferró a Dios, ese Dios en el que ella siempre creyó «para resistir y mantener la esperanza» frente al ateísmo ferviente de su esposo enfermo, que despreciaba e incluso se burlaba de sus «supersticiones religiosas», porque «la única diosa de Stephen Hawking es y siempre fue la Física».
La desgarradora escena -narrada por Jane Hawking en Hacia el infinito (ed. Lumen), su libro de memorias recién publicado en España- tuvo lugar hace casi 30 años en Ginebra. Fue en el verano de 1985 cuando una neumonía virulenta dejó al profesor Hawking en coma y estuvo a punto de matarlo, mientras participaba en una escuela de verano en el CERN. Hasta tal punto fue así, que los médicos suizos le dieron a entender a Jane que no había nada que hacer, y que si ella les daba su autorización, desconectarían la respiración artificial que mantenía vivo a su marido para dejarle morir con el mínimo dolor posible. Jane, sin embargo, se negó en redondo: «Desconectar el respirador era impensable. ¡Qué final más ignominioso para una lucha tan heroica por la vida! ¡Qué negación de todo por lo que también yo había luchado! Mi respuesta fue rápida: Stephen debe vivir».
Sthephen y Jane Hawking durante su noviazgo.
La situación era tan dramática que los médicos no tuvieron más remedio que llevar a cabo una traqueotomía, una operación que le salvó la vida al científico pero también le dejó sin habla, obligándole desde entonces a comunicarse con la legendaria voz robótica de su sintetizador. En todo caso, Jane no se equivocó cuando tomó la decisión de mantener vivo a su marido a toda costa: tres décadas después, el infatigable astrofísico acaba de cumplir 73 años el pasado 8 de enero, sigue en activo escribiendo libros superventas y dando conferencias multitudinarias, no para de viajar por todo el mundo, y su extraordinaria vida acaba de llevarse a la gran pantalla en
La teoría del todo, la película nominada para los Oscar que se estrenó el pasado viernes en España.
Sin embargo, lo que no resistió el paso del tiempo fue su matrimonio con Jane, en cuyas memorias se basa el guión del filme. Hacia el infinito es una montaña rusa de emociones fuertes que relata la impresionante odisea de amor y desamor, felicidad y sufrimiento, éxtasis y miseria del brillante genio ateo y su admirable mujer creyente, divorciados desde 1991, cuando el astrofísico dejó a Jane por Elaine Mason, una de sus enfermeras.
Cuatro meses después de que EL MUNDO publicara
una entrevista exclusiva con el profesor Hawking realizada en Tenerife, este periódico ha viajado hasta Cambridge para dialogar con la heroína oculta de su historia. La mujer que -como reconoce el astrofísico en su propia autobiografía,
Breve Historia de mi vida (ed. Crítica)- le dio «un motivo para vivir» cuando le diagnosticaron su cruel enfermedad degenerativa a los 21 años, y se ocupó de cuidarle durante un cuarto de siglo hasta su tormentoso divorcio.
«Quiero que hagamos toda la entrevista en español», nos dice Jane con un entrañable acento British, nada más abrirnos la puerta de su acogedora casa y ofrecernos de inmediato la clásica taza de té. La primera mujer de Hawking habla con gran elocuencia el idioma de sus poetas favoritos, Lorca y Neruda, ya que desde su adolescencia, cuando sus padres le llevaron de vacaciones a España, se quedó hipnotizada por nuestra cultura. A pesar de haber tenido que cuidar de su marido discapacitado durante 25 años, además de criar a los tres hijos que tuvieron en común, Jane también logró licenciarse en Filología Hispánica por la Universidad de Londres y (aunque tardó 13 años) consiguió terminar una tesis doctoral sobre la poesía medieval de la Península Ibérica, que analizó en profundidad las jarchas de la España musulmana.
Stephen y Jane Hawking durante su boda, en 1965.
«Fue precisamente en Granada cuando me di cuenta de que me había enamorado de Stephen», recuerda Jane con el brillo de la nostalgia en sus ojos, rodeada de las múltiples flores que decoran la terraza cubierta de su casa en Cambridge. «Después de terminar la carrera, pasé un verano viajando por España y estuve mucho tiempo en La Alhambra. Me senté en los jardines del Generalife, pensando mucho sobre mi vida, y me di cuenta de que verdaderamente estaba enamorada de Stephen porque no quería estar allí, en el lugar más romántico del mundo, sino que quería volver a Inglaterra para estar con él».
Jane había conocido a Stephen el primer día de 1963, en una fiesta de Año Nuevo que se celebró en casa de unos amigos en Saint Albans, una ciudad romana cerca de Londres donde vivían sus familias. Allí se fijó en un joven con el pelo alborotado, una chaqueta negra de terciopelo y una excéntrica pajarita roja que no paraba de hacer bromas sobre sus desastrosos exámenes finales en Oxford (por aquel entonces a Hawking, aunque siempre fue brillante, le gustaba mucho más salir de fiesta que estudiar). Fue precisamente aquel sardónico sentido del humor, hoy tan conocido en todo el mundo, lo que le fascinó a la joven Jane: «Conseguía verle el lado gracioso a todo y pensé que era alguien con quien podía entenderme. Parecía un poco tímido, como yo, pero tenía ese gran sentido del humor, que me atraía mucho».
El flechazo fue mutuo, pero tan sólo un mes después, Jane se enteró de que aquel chico que le gustaba tanto había recibido la noticia más dramática imaginable. Tras empezar a tropezarse continuamente sin ningún motivo aparente, e incluso sufrir serias dificultades hasta para atarse los cordones de los zapatos, los médicos le diagnosticaron la esclerosis lateral amiotrófica (ELA), un trastorno neurodegenerativo que generalmente suele condenar a sus víctimas a una esperanza de vida de dos o tres años como mucho.
A Jane, sin embargo, la tremenda noticia no enfrió su atracción por Hawking, sino todo lo contrario. «Era un desafío, pero yo creía que juntos podríamos vencer a la enfermedad», recuerda. «Yo era muy joven, y cuando uno es muy joven, no piensa en la muerte. La muerte está ahí para superarla, y yo estaba segura de que íbamos a ganar la batalla. Estábamos enamorados, en un estado de euforia. Decidimos casarnos, y la verdad es que no pensábamos mucho en la enfermedad. Aún éramos lo bastante jóvenes para ser inmortales».
Así, la valiente pareja se embarcó en una aventura matrimonial que les llevó a saborear las mieles del triunfo académico de Hawking, cuyos éxitos científicos le llevaron a convertirse en poco tiempo en uno de los astrofísicos más respetados del planeta. Mucho antes de que se convirtiera en una estrella mundial mediática a mitades de los 80 -tras la publicación de su mítico libro superventas, Historia del Tiempo- los trabajos de Hawking sobre los agujeros negros le transformaron en una de las figuras más prestigiosas de su disciplina con sólo 28 años. «Yo siempre supe que era un genio y que iba a triunfar en la ciencia», asegura Jane.
Stephen y Jane Hawking en 1974, cuando el astrofísico ingresó en la Royal Society británica.
Pero hasta que llegó la época de losbest-seller, los contratos multimillonarios, el glamour de los flashes y el amplio ejército de enfermeras con el que Hawking cuenta en la actualidad las 24 horas del día, fue Jane la que -prácticamente sola y sin ayuda de nadie- se ocupó no sólo de su marido enfermo, sino de sus tres niños: Robert, Lucy y Tim.
Conforme avanzaba la cruel enfermedad de su marido, más dependiente se volvía de ella, y más duro era el desafío de bañarle, asearle, vestirle y darle de comer cucharada a cucharada al brillante cerebro con el cuerpo paralizado. Cuando le pregunto a Jane cómo soportó este calvario, su respuesta desvela la gran paradoja del matrimonio Hawking: la clave de su resistencia fue precisamente la fe en ese Dios rechazado por las teorías cosmológicas del profesor Hawking.
«Yo entendía las razones del ateísmo de Stephen, porque si a la edad de 21 años a una persona se le diagnostica una enfermedad tan terrible, ¿va a creer en un Dios bueno? Yo creo que no», admite Jane. «Pero yo necesitaba mi fe, porque me dio el apoyo y el consuelo necesarios para poder continuar. Sin mi fe, no habría tenido nada, salvo la ayuda de mis padres y de algunos amigos. Pero gracias a la fe, siempre creí que iba a superar todos los problemas que me surgieran».
Cuando me explica la importancia crucial de la religión en su vida, no me resisto a enseñarle la portada de EL MUNDO en la que publicamos nuestra entrevista con su ex marido, cuyo titular fue: «El milagro no es compatible con la ciencia». En cuanto lee estas palabras, Jane esboza una sonrisa irónica y dispara: «¿Dijo eso? Pues tiene gracia, porque yo creo que es un milagro que él siga vivo. Es un milagro de la ciencia médica, de la determinación humana, son muchos milagros juntos. Para mí es muy difícil explicarlo».
Stephen Hawking con sus dos primeros hijos en 1970.
De hecho, la ex mujer de Hawking cree que, con el tiempo, el ateísmo del astrofísico se volvió progresivamente más radical, mientras ella necesitaba aferrarse cada vez más a sus creencias religiosas, y éste fue uno de los factores fundamentales que les distanció y erosionó su matrimonio. En su libro, Jane escribe que mientras Stephen «se mofaba» de la religión, ella «necesitaba fervientemente creer que en la vida había algo más que los meros hechos de la leyes de la Física y la lucha cotidiana por la supervivencia», porque el ateísmo de su marido «no podía ofrecer consuelo, bienestar ni esperanza respecto a la condición humana». En medio de esta tensión creciente, el tremendo esfuerzo físico y psicológico de cuidar de su marido y los niños fue «minando mi optimismo», recuerda Jane, y la «falta de comunicación» de un hombre enfermo y «casado con la Física» le llevó a una situación límite: «Sólo pensar en mis hijos me impedía arrojarme al río... rezaba por recibir ayuda con la desesperada insistencia de una potencial suicida».
Fue entonces cuando una amiga le animó a que se uniera al coro de su parroquia local para poder distraerse del infierno en el que se estaba convirtiendo su propio hogar, y así es como conoció a Jonathan Hellyer Jones, el organista y director del coro del que se enamoró y que acabó convirtiéndose en su marido tras divorciarse de Hawking. Jonathan -un hombre viudo que había perdido a su mujer por una leucemia y que, como Jane, era creyente- se convirtió no sólo en un amigo y confidente, sino en el apoyo vital que Jane necesitaba para seguir cuidando de Hawking y sus hijos. Fue gracias a Jonathan, escribe Jane, que durante años «pude mantener la cordura, desahogar mis penas y sentirme querida».
Felicity Jones y Eddie Redmayne, junto a Jane y Stephen Hawking en el estreno de 'La teoría del todo'.
En su propia autobiografía, sin embargo, el astrofísico habla con dureza de una relación a la que en principio no se opuso porque entendía que a Jane «le preocupaba que yo muriera pronto, y quería que alguien los mantuviera a ella y a los niños cuando yo no estuviera». Pero con el tiempo, el profesor Hawking confiesa que «fui sintiéndome más infeliz por la relación cada vez más estrecha que existía entre Jane y Jonathan. Al final no pude aguantar más la situación y en 1990 me mudé a un piso con una de mis enfermeras, Elaine Mason».
Cuando le pregunto a Jane por la versión que da su marido de este doloroso episodio, su tensa respuesta refleja hasta qué punto las heridas de aquella dramática ruptura no han cicatrizado del todo: «Sólo diré una cosa: si Jonathan no hubiera entrado en mi vida, yo me hubiera suicidado».
Pero a pesar de todo, las memorias de Jane tienen un final feliz. Desde que Hawking se divorció de Elaine Mason en 2007, Jane se ha reconciliado con su ex marido y ahora son frecuentes los encuentros de la antigua pareja con sus tres hijos. Aunque hoy le sigue reprochando que «nunca me ha agradecido nada», su libro finaliza con un emotivo homenaje al genio que, sobre todo gracias a ella, se convirtió en el científico más famoso del mundo, e incluso logró cumplir su sueño de volar en gravedad cero: «Su sonrisa mientras flotaba en ingrávida liberación me conmovió profundamente, y me indujo a reflexionar sobre el gran privilegio que fue viajar con él, aunque fuera una corta distancia, hacia el infinito».