sábado, 15 de julio de 2017

¡Imítenme a mí!

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Por: Pr. Julio César Barreto


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Imitar no siempre es sinónimo de algo plausible, que admita generalmente la aprobación de los demás.  Pero, todo esto depende de qué o a quién imitamos. Hay quienes emulan conductas reprobadas que ellos creen que son dignas de seguirlas. Así nos encontramos con personas queriéndose parecer al malo de una película,  un estafador que se hace millonario con sus triquiñuelas, sus crímenes, su inescrupulosidad. Al final de esa trama hollywoodense el malhechor es el héroe y la justicia ha perdido otro caso y hasta un ojo, lo cual la deja seriamente estropeada y hasta a punto de quedar ciega.

Por otro lado existe afortunadamente la otra cara de la moneda; personas a las que es perfectamente licito emular sus acciones. ¿Por qué? La respuesta es sencilla; la conducta de ellas es el reflejo de todo aquello que es digno de alabanza, de aprobación. La sociedad aunque herida en lo ético, lo espiritual y la moral, aun conserva un sesgo de algo de virtud, que la orienta a discernir entre lo correcto y la antítesis de ello. Los hijos de Dios formamos parte de esta sociedad contemporánea y al igual que toda ella, debemos buscar un modelo, un ejemplo a seguir, porque dependiendo de ello lograremos (sí escogemos acertadamente) crecer saludablemente como personas. Seremos mejores hermanos, amigos, cónyuges, empleados, pero sobretodo; seremos mejores hijos de Dios.


El apóstol San Pablo con toda humildad, le escribe a la iglesia de Corinto y les insta: ¡Imítenme a mí! (como yo imito a Cristo) 1ra Corintios 11:1. Cabe preguntarse; ¿Qué deberían los Corintios imitar de Pablo?. Yo diría (sin temor a equivocarme) que de la vida de Pablo había mucho que valía la pena emular. Podría citar al menos algunas actitudes del Apóstol de los gentiles: 

1. Para Pablo no había nada por encima de la autoridad de la Palabra de Dios. Por lo que tanto los cristianos de ayer, como los de hoy debemos imitar su conducta en cuanto a su apego a las Sagradas Escrituras. 

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2. Pablo no estimaba de mayor precio su vida por sobre el valor que tenía para él, el hacer la voluntad de su Señor. De tal manera que ni las palabras proféticas de Agabo, ni el lloro y los ruegos de los hermanos que le suplicaban: ¡No subas a Jerusalen!, lograron convencerlo. Por el contrario, sus palabras (por toda respuesta) fueron estas: ¿Qué hacen llorando y quebrantándome el corazón? Porque yo estoy dispuesto no sólo a ser atado, mas aun a morir en jerusalén por el nombre del Señor Jesús" (Hechos 21: 13), (Filipenses 3: 8-9).


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3. Pablo combatió las falsas doctrinas con todo denuedo. No tuvo miedo de hablar y de presentar defensa de la Fe ante magistrados, ante los Judíos, y ante todo aquel que le demandara razón de su Fe en el Cristo resucitado, aun al costo de sufrir prisiones, persecuciones, y hasta la misma muerte.

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No importa si la doctrina del error viene de parte de un ángel...

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Concluyo (para redondear la idea) que bien vale la pena imitar a Pablo, porque él imitó al "Perfecto", al Cristo resucitado. Imitó al que fue tentado en todo pero sin pecado. Hizo bien Pablo en exhortar a los Creyentes diciéndoles: ¡Imítenme a mí!

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