jueves, 14 de septiembre de 2017

LOS HIPERPADRES


                         Los hiperpadres - Selecciones


Antes, la infancia no se entendía como un altar

Eva Millet 

Hace un tiempo, no tan lejano, a los niños no se nos hacía demasiado caso. Teníamos nuestros derechos, pero también, nuestros deberes. Íbamos solos a la escuela, cargábamos con nuestra mochila y salíamos a comprar el pan. Jugábamos en la calle y se consideraba que entretenerse era nuestra tarea, como también lo era lidiar con los pequeños obstáculos del día a día y obedecer al maestro, que en ese entonces siempre tenía la razón.
Se nos quería, pero no se nos veneraba. Éramos buenos en algunas cosas, —y algunos padres nos lo decían—, pero no éramos ni especiales, ni maravillosos, ni seres por encima del bien y del mal. Ni tampoco futuros genios o deportistas de élite, que iban a ganar millones. En general, nuestros padres querían lo mejor para nosotros, sí, pero aquel deseo no implicaba tenerlos detrás nuestro constantemente, dispuestos a solucionarnos cualquier obstáculo con el que nos encontráramos.
No hace mucho, la infancia no se entendía como un altar o un campo de entrenamiento, que es como la hiperpaternidad enfoca este momento de la vida. En Occidente, especialmente entre la clases medias y altas, este tipo de crianza, que implica una atención excesiva, una sobreprotección y una hiperformación de los hijos, se ha instaurado a gran velocidad. Hoy, debido a razones puramente demográficas, a una oferta brutal en el mercado, a una competitividad entre familias y a una fuerte presión social, los hijos se han convertido en un símbolo de estatus. 
En el siglo XXI, los padres no educan o crían: gestionan hijos, que son vistos casi como un producto. Un producto que, en una sociedad que ensalza la perfección, ha de ser perfecto. Como el coche, la casa y el cuerpo. La hiperpaternidad implica una inversión de tiempo y de dinero y la implicación de expertos en el proceso de formación de los hijos. Sin olvidar el proveerles de un capital cultural trufado de «experiencias mágicas», que suelen implicar un gasto considerable.
La hiperpaternidad tiene algunas variantes: de los clásicos padres-helicóptero (que sobrevuelan las vidas de sus hijos incansablemente); a los padres-apisonadora (quienes, en vez de preparar a los hijos para el camino, preparan el camino para sus hijos). Pasando por los padres-mánager y las madres-tigre (dispuestos a todo para crear un ser excelso en el deporte o en los estudios); las agotadas soccer-mums (madres-taxistas que llevan a los hijos de extraescolar en extraescolar), los padres-mayordomo o secretarios e, incluso, los muy españoles padres-bocadillo: esos progenitores que en los parques se limitan a ser la paciente sombra de su prole, bocadillo en mano, a ver si se digna a darle un mordisco.
La hiperpaternidad empezó a detectarse cuando la generación Millenial, los nacidos a partir de 1980, llegó a las universidades norteamericanas. Se reparó que lo que tradicionalmente era un rito de pasaje a la edad adulta se había convertido en otra nueva forma de ejercer de padres perfectos. Los estudiantes venían de la mano de mamá o papá, dispuestos a allanarles el camino también ahí. Los principales medios de comunicación del país empezaron a utilizar el término hyperparenting y se publicaron varios libros sobre estos niños hiperprotegidos, hiperestimulados e hiperestresados.
La doctora Madeline Levine, una de las primeras en escribir sobre el tema, alertaba de cómo esta hiperatención parental está creando: “Una generación de niños desconectados e infelices” y de cómo este modelo competitivo y frenético compromete seriamente el bienestar familiar. No se equivocaba: un reciente estudio de la Universidad Queen Mary, de Londres, concluía que las mujeres que practican la llamada «maternidad intensiva» son más infelices. ¿Las razones? En una crianza que aspira a darle todo al hijo, ellas nunca se sienten lo suficientemente buenas.
Pero la hiperpaternidad no solo afecta a quienes la ejercen, sino a quienes la reciben. Una de las ironías de este modelo es que, por un lado, trata a los niños como pequeños adultos, pero por otro, se actúa como si fueran incapaces de solucionar nada por sí solos. Con la mejor de las intenciones, estos padres hiperdevotos e hiperprotectores, están incapacitando a los hijos. Porque, al hacerles por sistema cosas que ellos deberían hacer, el mensaje que reciben los hijos es: «Yo no puedo». La hiperpaternidad se está cargando algo tan fundamental como es el proceso de adquisición de autonomía, una de las bases para ir por la vida.
En la hiperpaternidad la educación emocional se confunde con que el hijo «no se frustre», que es uno de los terrores de los progenitores contemporáneos. Por ello, en el hiperniño los límites son escasos y cualquier fallo que este tenga siempre es debido a un factor ajeno. La criatura no puede tener defectos. La sobreprotección está al orden del día: para que el hijo no sufra o se traume, los hiperpadres les maquillan los miedos, les evitan enfrentarse a ellos. Como consecuencia, los miedos en los niños cada vez son más abundantes y con mayores posibilidades de convertirse en fobias.
Está claro que como padres no queremos criar hijos miedosos, con baja tolerancia a la frustración, con prepotencia pero poca autonomía. Ni queremos familias estresadas ni niños sin tiempo para jugar; un derecho de la infancia que este modelo se está cargando. En la hiperpaternidad, las tardes libres, de juego sin estructurar, fundamentales en el desarrollo social, cognitivo y físico de los niños, se ven como una pérdida de tiempo.
Por ello, es urgente parar. Y replantearse el significado de conceptos como el éxito y la perfección. Acompañar a los hijos en su camino, pero no supervisar cada minuto de su existencia. En Estados Unidos se empieza a reivindicar el underparenting: el observar, sí —hemos de estar atentos con los hijos, es nuestro deber como padres—, pero no intervenir a la mínima de cambio e, incluso, adelantar acontecimientos. Y es que la crianza no la han de dirigir ni la inseguridad ni las prisas para conseguir un hijo perfecto, sino el amor, los límites y la confianza: en nuestros hijos y en nosotros. 

Eva Millet es una periodista barcelonesa, autora del libro “Hiperpaternidad, del modelo mueble al modelo altar” (Plataforma editorial) y del blog www.educa2.info  

Fuente: http://www.readersdigestselecciones.es

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