lunes, 6 de marzo de 2017

"Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano"


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En contraste con los judíos incrédulos, el Señor se refiere ahora a los creyentes como "mis ovejas". Son sus ovejas porque han creído en él, han escuchado su voz y han acudido a él: "Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen". Han pasado por la puerta que es Cristo. Han creído que el Padre le había enviado y han reconocido sus credenciales. Le siguen obedeciendo su palabra, y no escuchan la voz de los falsos pastores ni deambulan de una religión a otra.
Además, le pertenecen porque las ha comprado al precio de su propia vida. Son suyas y se interesa por ellas, las cuida, protege, alimenta, y no dejará que les pase nada. Así que descansan seguras bajo su cuidado amoroso. No tienen temor de los enemigos y saben que cuando necesiten ayuda el buen pastor estará a su lado.
Y habiendo dicho esto, el Señor pasa a continuación a enfatizar aun más la seguridad que tienen sus ovejas: "Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano". Como ya sabemos, por sí sola la oveja es un animal incapaz de defenderse ante sus enemigos, y lo mismo se puede decir del creyente. Pero cuando cualquier persona "entra por Cristo" a esta nueva esfera de la gracia, se encuentra firme y segura (Ro 5:1-2). Por supuesto, si fuera por los méritos propios de la persona, nadie podría llegar a ser salvo, ni tampoco lograría permanecer en la salvación. Pero eso es precisamente lo que admitimos cuando venimos a Cristo. La conversión implica reconocer nuestra total bancarrota moral y espiritual, para dejar de depender de nuestras propias obras y descansar en la Obra de Cristo. A partir de ese momento, es Cristo quien se ocupa de nuestra salvación. Si no llegáramos al cielo podríamos decir que Cristo habría fracasado en salvarnos, algo que es enteramente imposible.
Tal es la seguridad con la que el Señor habla de sus ovejas que dice: "Yo les doy vida eterna", como un hecho ya consumado. Para él no hay duda alguna. No hay que esperar hasta el final para ver qué ocurre en el transcurso de la vida hasta la muerte. La vida eterna comienza aquí y ahora.
En el momento en que una persona se convierte de verdad a Cristo, muere juntamente con él y nace a una nueva vida a su imagen. Esto es lo que simbolizamos en el bautismo cristiano (Ro 6:1-10). Es un acontecimiento que ocurre una sola vez y para el que no hay retorno. En ese instante el creyente pasa de muerte a vida y ya nunca más vendrá a condenación (Jn 5:24).
Otro asunto diferente es el de aquellas falsas conversiones en las que la persona quizá se sienta animada en algún momento a repetir una oración, o a tomar una decisión superficial movida tal vez por las circunstancias del momento. Pero eso es muy diferente de "morir con Cristo", lo cual implica una renuncia al pecado y el deseo de vivir una nueva vida semejante a la de Cristo. Cuando una conversión no es genuina, tarde o temprano habrá un abandono, lo que no implica que haya perdido su salvación y que Cristo haya fallado en su misión de protegerlo y salvarlo.
También es cierto que hay auténticos creyentes que en algunos momentos de sus vidas atraviesan por crisis y se apartan del Señor. En esos casos el buen Pastor sigue trabajando en ellos, buscándolos, enseñándoles, llevándolos al arrepentimiento, y en algunas ocasiones, juzgándoles e incluso sacándolos de este mundo para que no sigan pecando (1 Co 11:30).
En cualquier caso, lo que tenemos aquí es una de las promesas más hermosas que el Señor ha hecho a sus ovejas. Podemos tener seguridad de nuestra salvación eterna aquí y ahora. No tenemos temor a morir ni a comparecer ante Dios. Todo lo contrario, anhelamos ese día en el que estemos con él para siempre. Es cierto que algunos nos acusarán de pretenciosos y de tener un concepto desproporcionado de nosotros mismos, pero nada de eso es cierto, puesto que nuestra seguridad no se basa en nuestras propias obras, sino en los méritos de Cristo. Y de hecho, para llegar a ser beneficiarios de su gracia, primeramente tenemos que admitir nuestra completa incapacidad para conseguir la salvación por nosotros mismos.
Tal vez algunos han pretendido en algún momento abusar de esta promesa del Señor, pensando que si ya son salvos y nada les puede impedir ir al cielo, entonces no hay ningún problema en vivir en el pecado. Pero quien razona de ese modo es porque nunca ha muerto de verdad al pecado y por lo tanto no es un verdadero creyente.
Por otro lado, notemos que nadie más que Aquel que era Dios mismo podía decir estas palabras: "Y yo les doy vida eterna". Ni el más elevado de los ángeles, ni ningún apóstol o cualquier otro hombre podría hacer algo así, sólo Cristo. Y lo pudo hacer porque él puso su vida por las ovejas. Aquí se encuentra la base firme sobre la que puede ofrecer la vida eterna a cualquiera que crea en él.
Es verdad que nuestra fe puede ser muy débil algunas veces, y también que los peligros a nuestro alrededor se multiplican, pero nuestra confianza descansa en Aquel que es el Todopoderoso. No hay ni lobo, ni ladrón, ni salteador, ni ningún asalariado que nos pueda arrebatar de la mano de Cristo. Como diría el apóstol Pablo: "Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios" (Col 3:3). Cristo nos ha tomado bajo su protección y en sus manos estamos seguros.

Fuente: www.escuelabiblica.com

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