“¿Cómo oirán sin haber quien les predique?” (Rom. 1:5-6). Con lógica certera, el apóstol Pablo establece el vínculo humano indispensable en el cumplimiento de la Gran Comisión: la predicación del evangelio de Jesucristo. Al hacerlo, nos instruye en el camino del reino, que en cada generación Dios está llamando a predicadores para servir a Su iglesia.
Le pregunta eterna de Pablo es especialmente relevante para la iglesia del siglo XXI. Las iglesias evangélicas están en medio de una transición generacional masiva, con pastorados vacantes y púlpitos vacíos que salpican el paisaje.
Los púlpitos vacantes no deben hacer que nuestras manos se acongojen. Cristo está edificando Su iglesia. Él no espera por voluntarios ministeriales; Él soberanamente elige pastores para servir a Su iglesia y predicar Su evangelio.
Sin embargo, la iglesia debe llamar a los llamados, y cada hombre de Dios calificado debe considerar si Dios le está llamando al ministerio pastoral.
¿Cómo podría uno saber si Dios le está llamando al ministerio? Hay cuatro marcas esenciales.
Un deseo ardiente
El indicador principal de un llamado al ministerio es un deseo ardiente por la obra. En 1 Timoteo 3, Pablo comienza la lista de requisitos ministeriales afirmando: “si alguien aspira al cargo de obispo, buena obra desea hacer”. De hecho, Pablo testificó que él ministró como alguien que sentía una “imposición”, temeroso del juicio de Dios si no predicaba.
En sus “Discursos a mis estudiantes”, Charles Spurgeon argumentó, “La primera señal de la vocación celestial es un deseo intenso, que lo absorbe todo por la obra. Para que sea un verdadero llamado al ministerio debe haber un irresistible anhelo y una sed insaciable por decirle a otros lo que Dios ha hecho en nuestras propias almas”.
Aquellos más usados por Dios cargaron este peso en sus almas. Hombres como Jonathan Edwards, George Whitefield y Spurgeon tenían esta compulsión interior que, al igual que un pozo artesanal, continuamente vertía poder y urgencia en sus ministerios.
El predicador puede que no sienta cada domingo lo que Richard Baxter sintió cuando determinó “predicar como un hombre moribundo a hombres moribundos; como uno que no está seguro de volver a predicar jamás”. Pero, el que ha sido llamado de parte de Dios conoce el deseo continuo y constante por la obra del ministerio.
Una vida santa
Primera de Timoteo 3: 1-7 ofrece una lista clara y no negociable de los rasgos esenciales que deben estar presentes en el carácter del ministro. Esta lista es preceptiva, no descriptiva; es un mandato, no una sugerencia. En resumen, el ministro de Dios debe estar por encima de cualquier reproche.
Antes que una iglesia evalúe los dones y talentos de un candidato pastoral, primero debe evaluar su carácter. Ciertamente, si un hombre aspira al ministerio, puede ayudar el hecho que sea carismático, elocuente o que posea una personalidad magnética. Sin embargo, antes de buscar estas fortalezas secundarias y terciarias hay que encontrar primero los requisitos de 1 Timoteo 3.
Es más, los requisitos de 1 Timoteo 3 no representan simplemente un umbral que hay que cruzar una vez. Sino un estilo de vida que debe ser mantenido, un carácter que debe ser cultivado y una continua rendición de cuentas a la Palabra de Dios y al pueblo de Dios. El llamado personal al ministerio está muy ligado al carácter bíblico personal del ministro. Los dos no pueden, y no deben, ser separados.
Una voluntad entregada
El apóstol Pablo fue apartado desde el vientre de su madre, y declaró que fue “hecho ministro conforme a la administración de Dios que [le] fue dada” (Col. 1:25). Pablo escogió predicar porque Dios lo escogió para predicar. Cada llamado a predicar se origina en el cielo. Nuestra respuesta debe ser una entrega total.
De hecho, “la entrega al ministerio” solía ser el lenguaje común en las iglesias evangélicas. Haríamos bien en recuperar esa frase, porque es así como uno entra al ministerio: por medio de una entrega total. El llamado de Dios al ministerio viene con la expectativa de que irás cuando sea y donde sea que Él te llame. Sus ministros son sus agentes, desplegados para el servicio de acuerdo a Su plan providencial.
Una habilidad para enseñar
Por último, aquel que ha sido llamado al ministerio debe ser capaz de enseñar la Palabra de Dios. En 1 Timoteo 3, este es el requisito distintivo entre el oficio del diácono y del anciano. Hay mil maneras en las que un ministro puede servir a la iglesia, pero hay una responsabilidad indispensable y no negociable: predicar y enseñar la Palabra de Dios.
¿La preparación y entrega de los sermones te hacen sentir realizado? ¿Se beneficia el pueblo de Dios de tu ministerio de la Palabra? ¿Tu iglesia siente y afirma tu habilidad para predicar y enseñar acerca de Dios?
Conclusión
Cualquier hombre puede elegir el ministerio, y muchos hombres que no son calificados lo han hecho. Solo unos pocos elegidos son llamados por Dios. Discernir entre ser llamado por los hombres y ser llamado por Dios es de suma importancia.
Si Dios te llama a ser su siervo, ten claro que, en palabras de Martyn Lloyd-Jones, “la obra de la predicación es el llamado más alto, más grande y más glorioso al que cualquiera puede ser llamado.” Si Dios te ha llamado a ser Su predicador, nunca te rebajes a ser rey de los hombres.
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