Por Ezequiel Dellutri
Los excesos de los famosos revelan un mundo de vacío que vale la pena analizar en profundidad.
Cuando en 1818, Mary Shelley escribió su célebre novela Frankenstein o el moderno Prometeo, no sabía que lograría reflejar de manera tan certera los problemas que casi doscientos años después enfrentaría la sociedad occidental. La historia es bien conocida: el científico Víctor Frankenstein descubre la forma de reanimar un cadáver. De este modo, el doctor logra crear un monstruo que muy pronto se le vuelve en contra. Tarde, descubre que dar vida no es lo mismo que dar sentido; si va a jugar a ser Dios, tiene que asumir la responsabilidad total sobre su criatura.
Con igual intención pero con menos filosofía, los medios de comunicación y el show business también crean monstruos que echan a andar en pantallas y escenarios. Resultan funcionales al espectáculo y nos parecen caricaturas, pero son personas y en algún momento, cuando las cámaras se hayan apagado, se preguntarán, como lo hacemos todos, si la vida tiene sentido. En el tiempo de la inmediatez, la fama es mezquina y cada vez son menos los que saben sobrellevarla. Buscada y ansiada, termina devorando a quienes tanto la anhelaron. Lo hace, claro, de un solo mordisco y con la precisión que da el estar realizando un acto mil veces repetido.
Las noticias lo ilustran con pasmosa insistencia: cada uno o dos meses, alguien que parecía tenerlo todo –dinero, reconocimiento, un futuro promisorio– termina yéndose de este mundo de la forma más absurda, envuelto en excesos que parecen haber sido favorecidos por su condición de estrella. Otros sobreviven lastimeramente, dando un triste espectáculo con las migajas de lo que antes fue una vida de éxito. Viven en un sistema que los convierte en ídolos, aturdiéndolos con placeres y cumpliendo sus caprichos para que ya sea tarde cuando se cuenta de que, en realidad, tienen pies de barro.
Si sucede lo peor, los medios que los han creado, siempre superficiales, intentan explicaciones reduccionistas: fue la droga, fue la soledad, fue el entorno, fue la depresión. Nadie dice lo que todos sabemos o intuimos: fue el vacío, la terrible falta de sentido de vidas a la deriva que alimentan un mecanismo que, como una picadora de carne, convierte a las personas en despojos útiles a sus fines comerciales. Fue el vacío, claro, pero además la falta de humanidad de todo un negocio que se nutre de la miseria y el dolor de hombres y mujeres que parecen triunfadores, pero que terminan exponiendo sus derrotas.
Hace unos años, un músico argentino propenso a los juegos de palabras, utilizó un vocablo notable: definió a sus seguidores –caracterizados por su origen marginal– como desangelados. Bien pensado, resulta un término adecuado para definir al hombre moderno: perdimos el ángel, olvidamos la dimensión espiritual. En esto, la cosa es bien democrática: no importa la fama y el dinero, todos necesitamos volver a cultivar esta dimensión de nuestra existencia.
Muchas veces me he preguntado qué siente Dios hacia sus criaturas. La respuesta es contundente, porque se resume en una sola y poderosa palabra: Compasión. Es vergonzoso, pero creo que la superioridad de Jesús con respecto a nosotros se demuestra con total claridad en su capacidad para la misericordia.
Los seres humanos somos capaces de sentir compasión, aunque no siempre lo hagamos, pero Jesús fue el único capaz de actuar de manera definitiva frente a nuestra realidad. No derivó, como nos sucede con frecuencia, hacia la lástima, sino que supo trazar un camino de reconstrucción espiritual que selló con su propia vida. Vivió el dolor de la existencia terrenal y desde ese conocimiento profundo de nuestra condición, nos ofreció la posibilidad de acercarnos a un poder que es maravilloso porque llena de manera definitiva ese vacío que nos impide vivir con plenitud.
Que la fama no mata, eso lo tengo claro. Las drogas, los excesos, la violencia y las armas tampoco. Lo que mata es el vacío. Y también tengo claro que la única forma de enfrentarlo es reconociendo que hay un Dios que no solo puede darnos vida, sino también un sentido.
Fuente: http://tierrafirmertm.org/
Reproducido por: AELR - Ágape en la radio
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