No es que hoy por hoy nosotros estemos conquistando a la sociedad. Es justo al revés: la sociedad secular nos está conquistando a nosotros.
Voy a seguir con el tema de la semana pasada: el desafío de lo que he llamado “secularismo bautizado”. Después de los ejemplos que puse me gustaría hablar de otro más. Tiene que ver con el dinero y con el Estado. Y que esto supone un reto, es evidente.
Voy a decirlo claramente desde el principio: la Iglesia no debe ni buscar ni depender de subsidios o favores estatales. El Estado, cuando actúa como si fuera Dios (como en nuestros tiempos), nunca da nada gratis. Hay condiciones y las iglesias que se acogen a este tipo de subsidios están obligadas a cumplir con una serie de requisitos impuestos por los sacerdotes del secularismo.
Dada la cada vez mayor intrusión del Estado en nuestros asuntos personales, el creyente debería apoyar cualquier iniciativa -venga de donde venga- que intente recortar el poder estatal. Y no estoy hablando en favor o en contra de ningún partido político en particular. Todo lo que limita la capacidad estatal de decidir sobre la vida de una persona o de la Iglesia, bienvenido sea.
El problema de la Iglesia del Señor hoy en día es que es poco consciente de la importancia que tiene en los planes de Dios. No hay ningún organismo más importante y más poderoso sobre la faz de la tierra que la Iglesia. Esta afirmación se debe al simple hecho de que su cabeza es el que manda, en los cielos y en la tierra. Las oraciones en privado son muy importantes, pero también las oraciones en el culto público. Oramos por nuestras autoridades para que lleven a cabo sus funciones con responsabilidad delante de Dios. Pero también imploramos por la intervención de Dios cuando no lo hacen. Espero que lo hagamos.
En este contexto me parece curioso cuántos creyentes en realidad abogan juntamente con ciudadanos agnósticos y ateos a favor de un Estado secular, sin darse cuenta lo que esto implica realmente. Un Estado secular no es lo mismo que un Estado neutral. De hecho, no existe un Estado neutral. Nadie lo es. Un Estado que no obedece a los mandamientos de Dios se convierte necesariamente en un dios y entra en competencia directa con el primer mandamiento. Esto fue así desde los tiempos del Imperio Romano y es la razón teológica de la persecución de cristianos en veinte siglos de historia. Los dioses de este mundo temen la competencia, venga de donde venga.
Lo deseable no es un Estado secular. Lo deseable es un Estado obediente a los mandamientos de Dios. En el contexto español realmente es irrelevante si nos enfrentamos a un gobierno radicado en el nacional-catolicismo o a un gobierno radicado en una ideología que promueve el secularismo ideologizado de izquierdas con celo misionero. Es sorprendente con qué facilidad escogemos entre la peste y la cólera y adoptamos como nuestra propia agenda lo que se han inventado aquellos que se oponen a la fe.
Obviamente, nuestros Estados actuales no requieren -todavía no- que se les rinda honores divinos, como ocurrió en los tiempos del Imperio Romano. Pero se comportan como si fueran Dios. Y como ciudadanos estamos dispuestos a concederle al Estado cada vez más poder. Esto es aún más sorprendente si tomamos en cuenta hasta qué punto el Estado con su partitocracia está corrompido y manifiestamente incapaz de organizar la vida pública de forma satisfactoria. Los tiempos que corren han disipado cualquier duda. De la misma manera, los continuos escándalos de corrupción vengan de donde vengan deberían realmente empujarnos a fomentar una distancia cada vez más grande y crítica con el Estado. Pero parece que la gente tiene la romántica idea de que una vez que se quiten los corruptos de turno, su lugar será ocupado por gente recta y honesta. Esto no va a pasar a menos que nuestra sociedad se regenere profundamente desde dentro a base de principios sacados de la ética cristiana.
Hemos llegado a estos problemas porque en el fondo muchos creyentes no creen que la Biblia habla de todas las áreas de la vida, sino solamente de nuestro estado espiritual. Por lo tanto hemos dejado todo, salva lo que consideramos “espiritual” a los incrédulos. Aceptamos una política socialista, conservadora o liberal con el argumento que la Biblia “no habla de estos temas” y que nos conviene aceptar el criterio de gente que se alimenta por su respectiva ideología secular.
¿No somos llamados como cristianos a desarrollar una contracultura, no a la fuerza, no por imposición, sino por el simple hecho que conquistamos nuestra sociedad poco a poco porque nuestra ética y nuestros criterios son mejores? ¿Tanto nos han comido el coco? Y precisamente allí está el problema. No es que hoy por hoy nosotros estemos conquistando a la sociedad. Es justo al revés: la sociedad secular nos está conquistando a nosotros.
Aceptamos un sistema financiero y económico que en nuestros días está haciéndose añicos y ni siquiera nos preguntamos si la Biblia ofrece una alternativa. Por supuesto, muchos de estos principios podemos sacarlos del Antiguo Testamento, parte de la Biblia que para muchos cristianos es un perfecto desconocido o irrelevante para nosotros.
El resultado es evidente: muchos creyentes también son culpables a la hora de otorgar cada vez más poder al estado. Esto significa, por ejemplo, en el caso de Europa que estamos hablando de una unión de estados gobernados por burócratas decididamente anti-cristianos. Y poco me importan sus palabras amables. Lo que cuenta son los hechos. Es evidente que los que nos gobiernan desde Bruselas no se caracterizan precisamente por su gran amor por Dios y su Palabra.
Es hora de darnos cuenta el peligro que corremos. Y en mi opinión, la situación es seria.
El primer paso hacia el remedio es por lo menos reconocer esta situación. No se puede sanar una enfermedad sin hacer antes un examen cuidadoso de los padecimientos del enfermo. Y al hacer este examen, nos daremos cuenta que la situación en la que se encuentra el pueblo de Dios es mucho peor de lo que nos imaginamos.
Somos peregrinos: esa verdad nos ayuda a evaluar las cosas y ordenar prioridades.
Esa contracultura se caracteriza sobre todo por una aspecto que es el más típico de la vida cristiana y que sin embargo ha caído en olvido casi por completo: es el aspecto del peregrinaje. Esto abarca a todos los aspectos de nuestra vida y nos ayuda a evaluar las cosas que realmente tienen prioridad. El Nuevo Testamento insiste que nuestra casa no está aquí. Ni nuestra patria. El Reino de nuestro Señor no es de este mundo y el nuestro tampoco.
“Nuestra ciudadanía está en los cielos,” escribe Pablo a la iglesia en Filipos (Filipenses 3:20). Y la carta a los Hebreos lo expresa todavía con más claridad. Hablando de aquellos creyentes que han sacrificado sus bienes y su vida por causa de las promesas de Dios añade:
“Conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra.” (Hebreos 11.13).
Parece una contradicción, lo que acaba de escribir. Y es por eso hoy en día se oye con frecuencia el reproche que un cristianismo así, que se centra en lo celestial y lo futuro, no sirve para realmente hacer una diferencia en este mundo.
Pero se trata de un típico argumento secular que no tiene nada en absoluto que ver con la realidad. Desde el punto de vista histórico la verdad es justamente lo contrario. Estos mismos cristianos que la carta a los Hebreos llama “peregrinos” (y por cierto también las cartas de Santiago y 1 de Pedro en sus respectivas introducciones) eran aquellos que cambiaron la vida en el Imperio Romano de tal profundidad que al final este imperio tenía que rendirse delante de un cristianismo vigoroso e imparable.
Es el gran error del secularismo cristiano que piensa que tiene que ser como el mundo para conseguir un impacto en este mundo. Justo lo contrario es la verdad: precisamente aquellos cristianos que son empujados por una firme creencia en su futuro y en el Reino venidero de Cristo son también capaces de hacer cosas valientes aquí en este mundo. Y como consecuencia, quieran o no, están cambiando su entorno. Aquellos que se niegan aquí todo tipo de placeres para poder servir a Dios de forma mejor son precisamente aquellos que han cambiado más este mundo que nadie.
Las cosas materiales son útiles para el peregrino, pero solamente en la medida que facilitan su cometido. Por lo tanto, el cristiano que tiene sus prioridades bien enfocadas es capaz de trabajar como nadie, pero no con el fin de enriquecerse a sí mismo sino para glorificar a Dios. Como las riquezas de este mundo no significan nada para él, queda también inmune frente a las tentaciones de este mundo.
Esta actitud hace que el creyente sabe aguantar los contratiempos con un espíritu positivo dirigido en gratitud hacia Dios. En un mundo materialista que lucha y se comporta como si esto fuera la única realidad es una actitud que de verdad llama la atención. El creyente puede vivir de forma despreocupada, donde el que no es creyente se aferra a lo que ve, como si fuera la única verdad.
Es precisamente esta actitud que ayuda al creyente a crear su propia cultura, a tener sus propias actitudes que se diferencian de aquellos del mundo radicalmente. En la medida que el creyente pierde esta noción de las cosas, su luz, que debe ser luz del mundo y su sabor a sal se pierde, como Jesucristo lo expresa de forma muy ilustrativa en Mateo 5:13-16.
Cuando entendemos lo que nuestra casa que está en los cielos esperándonos realmente significa, entonces el mundo pierde su atracción. Cuando recuperamos esta vista de las cosas, entonces construiremos realmente una cultura del Reino de Dios que es muy diferente de lo que este mundo con su afán por las cosas materiales nos puede enseñar.
Realmente, no nos hace falta imitar al mundo y buscar refugio en los postulados seculares y humanistas. ¿Por qué contentarnos con una copia barata y deficiente?
Prefiero quedarme con el original.
Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Teología - No confiamos en dioses ajenos: tampoco en el Estado
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