Una reflexión sobre la trascendencia de nuestra vida
Por: Ezequiel Dellutri*
Al parecer, el proceso para borrar un tatuaje es bastante más doloroso que hacerlo, además de no ser totalmente efectivo. Sin embargo, en el último tiempo los médicos especializados en hacer este tipo de intervenciones han visto su labor incrementada: la demanda ha crecido un cuarenta por ciento. Los tatuajes, que acompañan al ser humano desde hace miles de años, se pusieron de moda otra vez y, junto con ellos, la necesidad de borrarlos.
Me asombran las imágenes que puede llegar a tatuarse la gente; me gusta, también, preguntar por su significado. También me llama la atención que alguien decida grabar sobre su cuerpo una imagen de manera más o menos irreversible. Cuanto más joven es, más interrogantes me causa, porque más tiempo ese símbolo va a acompañarlo.
El ser humano es mutable por naturaleza. Esa imagen que hoy los representa, ¿los representará mañana también? Los tatuajes muchas veces plasman una idea sobre quién soy o quiero ser, sobre logros o proyectos. ¿Se mantendrá en el tiempo?
Jamás me haría un tatuaje. Tengo una aversión natural a las agujas, además de algunas dudas religiosas. Pero al margen de eso, no podría encerrarme en un símbolo que me representa hoy, pero que tal vez no lo haga mañana. En los últimos años, he descubierto que todo cambia a nuestro alrededor. Que las seguridades desaparecen, que los proyectos se modifican, que las expectativas cambian, se adaptan, se esfuman. Darse cuenta de eso, de la banalidad de lo que nos rodea en el sentido más radical del término, es enfrentarse a un abismo de dudas, pero también de posibilidades. Saber que nada es seguro puede movernos a probar cosas nuevas, pero al mismo tiempo nos llena de temores. Sentir que el suelo que pisamos es resbaloso, se hunde o desaparece es una sensación terrible, pero que todos en mayor o menor medida experimentamos. Y aunque me ha sucedido con mucha frecuencia, jamás me he podido acostumbrar a esa sensación de no tener tierra firme bajo los pies. Uno siente que tiene que haber algo en lo que asentarse. Es lo que nos enseñaron.
Tener los pies en el suelo parece una buena idea, pero no lo es. En la historia bíblica de la creación del ser humano, nos enteramos de que Dios nos creó a partir de la tierra. Pero lo que nos hizo diferentes no fue ese vínculo terrenal, sino otro, mucho más precioso: el aliento de Dios. Aunque no nos damos cuenta, el suelo no es lo nuestro; somos seres trascendentes. Atarnos a un mundo que se tambalea es como hacernos el tatuaje con el nombre de nuestra novia de juventud y descubrir al poco tiempo, que esa palabra que grabamos en nuestra piel nos trae malos recuerdos. Porque todo cambia en nuestra vida. No existe la tierra firme, pero sí un padre celestial que no apoya sus pies en bienes materiales o logros personales.
Los filósofos hablaron del motor inmóvil, ese ser que genera la vida de todo el universo. Los que somos creyentes lo asociamos con la idea de Dios, pero creo que hay otra, superadora: Dios es quien se sostiene a sí mismo. El único ser que no necesita de nada para mantenerse en pie. Charly García dice en una de sus canciones que “cuando el mundo tira para abajo, es mejor no estar atado a nada”. Dice la verdad, al menos en parte. Porque no se trata de estar atado, sino de animarse a dejar el suelo y tomar la mano de un Dios que siempre está arriba, pero que tiene la generosidad y el amor como para extender su mano a nosotros, personas tan sencillas, con tantos dolores, con tantos sueños frustrados, con tantos errores. Personas insignificantes que necesitamos de un Dios que dé a nuestras vidas un sentido profundo y trascendente.
*Ezequiel Dellutri: Integra el equipo del programa Tierra Firme de RTM. Profesor de literatura, escritor de literatura fantástica y novelas policiales. Es pastor en la Iglesia de la Esperanza, San Miguel provincia de Buenos Aire, Argentina. Está casado con Verónica y tiene dos hijos (Felipe y Simón).
https://tierrafirmertm.org
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