sábado, 12 de diciembre de 2015

ASÍ ERA LA ROMA IMPERIAL

En torno al año 300 d.C., quienes visitaban Roma no dejaban escapar la ocasión para tomar un baño en las termas de Caracalla, ver una carrera de cuadrigas en el circo Máximo o ir de compras por los mercados de Trajano


Por Elena Castillo.
(Profesora de Arqueología Clásica. Universidad Complutense de Madrid, Historia NG nº 142)

Hacia el año 300 d.C., aunque ya mostraba signos de decadencia, Roma seguía siendo la ciudad más poblada del Mediterráneo, con unos 700.000 habitantes, y concentraba en el interior de sus murallas los principales núcleos administrativos y comerciales del Imperio. Ciudadanos de todo el mundo acudían a la metrópoli para resolver asuntos judiciales, para establecer contactos comerciales o, simplemente, para admirar sus sofisticadas infraestructuras y los magníficos monumentos de un pasado glorioso.

Los viajeros accedían a la ciudad a través de diecisiete puertas abiertas en la muralla que Aureliano había mandado construir en el año 271 d.C. para proteger la capital de las incursiones bárbaras. Una de las más frecuentadas era la Porta Ostiensis. Quienes viajaban por mar desembarcaban en Ostia (Roma tenía un puerto fluvial, pero allí sólo se transportaban mercancías), donde tomaban un carro de pasajeros tirado por mulas, la cisia, que los acercaba a la capital por la vía Ostiense en menos de dos horas. En el trayecto en carro se alcanzaban a ver las salinas del Tíber y los cientos de esclavos y bueyes que servían para arrastrar río arriba las pequeñas naves cargadas con los productos necesarios para abastecer las necesidades de una ciudad densamente poblada.

Conforme el viajero se acercaba a la ciudad podía ver las numerosas tumbas situadas a ambos lados de la vía y tal vez tropezaba con algún cortejo fúnebre, precedido por flautistas y plañideras, que guiaba al difunto y a sus familiares y amigos hasta el sepulcro. Sin duda, no dejaría de fijarse en una tumba en forma de pirámide erigida por un liberto adinerado del siglo I a.C., justo al lado de la puerta. Allí mismo dejaría el carro en la estación de cambio (mutatio)cercana a la puerta de la muralla, en la que se podía dar de beber y de comer a los animales antes de emprender el camino de regreso con nuevos pasajeros, y acto seguido se adentraba en la bulliciosa metrópoli.

La llegada a la Urbe

Antes de empezar a callejear, si lo requería, el viajero podía aliviarse en los retretes públicos, letrinas situadas junto a la puerta de la muralla y comer algo en alguna de las numerosas posadas (llamadas cauponae o tabernae) que ofrecían raciones de jamón, queso, aceitunas y vino. Desde la puerta tenía la opción de tomar un camino por la izquierda que lo llevaba al puerto fluvial de Roma, el llamado Emporium, donde se alzaban los inmensos graneros de la Marmorata. El ambiente allí era de ajetreo incesante.

Elio Arístides, un retórico griego del siglo II d.C., afirmaba en su Elogio de Roma que en el puerto del Tíber «confluye de cada tierra y de cada mar lo que generan las estaciones y producen las diversas regiones, ríos, lagos y las artes de los griegos y de los bárbaros. Si uno quiere observar todas estas cosas, tiene que ir a verlas viajando por todo el mundo conocido o venir a esta ciudad, pues cuanto nace y se produce en cada pueblo es imposible que no se encuentre siempre aquí y en abundancia».

En efecto, al puerto fluvial de Roma llegaban cargamentos de la India y de Arabia, tejidos babilonios, adornos de las regiones bárbaras, mármoles griegos y africanos, aceite hispano y, principalmente, toneladas de trigo de Sicilia y de Egipto, que se depositaban en los almacenes del puerto, los horrea. La mayor parte de ese trigo se distribuía después gratuitamente por las panaderías industriales diseminadas por la ciudad para asegurar el pan a los más pobres. Cerca del puerto había numerosos hornos de pan (Forum Pistorium) así como dos grandes mercados: uno de frutas y verduras (Forum Holitorium) y otro de carne (Forum Boarium). Las ánforas en las que llegaban envasados el aceite y el vino, una vez vaciadas se rompían y se tiraban a un depósito al sur del puerto fluvial, que terminó convirtiéndose en una colina artificial de treinta metros de altura y de un kilómetro de circunferencia, conocida hoy como el monte Testaccio.

Si el viajero deseaba evitar el jaleo del puerto, podía, desde la puerta Ostiense, emprender la subida al monte Aventino siguiendo el camino denominado vicus portae Radusculanae. El Aventino era una de las zonas más venerables  de Roma. Allí se había alzado la acrópolis desde la que la plebe romana se había enfrentado a los patricios y que había albergado numerosos templos. Hacia 300 d.C. éstos se hallaban ya deteriorados, como el templo de Diana –copia del Artemision de Éfeso– y los santuarios de Ceres, Libero y Libera. Cercanos a éstos, en los últimos tiempos habían surgido templos dedicados a dioses orientales, como Júpiter Doliqueno, Mitra e Isis.

Las casas populares que cubrían el monte en tiempos de Augusto habían sido sustituidas paulatinamente por refinadas residencias aristocráticas, que gozaban de una ubicación excelente, cercana al centro neurálgico de la ciudad y con vistas incomparables sobre Roma. No era de extrañar que en un lugar tan privilegiado hubieran tenido su residencia personajes como Trajano y Adriano antes de ser nombrados emperadores.

Una tarde en el circo

En la ruta hacia el circo Máximo, el camino pasaba por los aledaños de dos termas privadas de lujo, las Suranae y las Decianae, y de las termas públicas construidas por el emperador Caracalla, que podían acoger a 1.600 bañistas por turno y en torno a 8.000 personas al día. Las termas de Caracalla no eran tan grandes como las establecidas por el emperador Diocleciano al norte de la ciudad, entre los barrios del Quirinal, el Viminal y el Esquilino, pero ofrecían igualmente magníficas piscinas de agua caliente y fría y pórticos y jardines en los que se podían contemplar bellas esculturas y asistir a conciertos y recitales poéticos.

Continuando el paseo hacia el norte se llegaba al circo Máximo, el mayor edificio de espectáculos con el que contó Roma. Fundado en el siglo VI a.C., fue objeto de continuas restauraciones y ampliaciones hasta dar acogida a nada menos que 385.000 espectadores. En él se desarrollaban principalmente carreras de caballos al menos una vez a la semana. Asistir a uno de los ludi circenses resultaba una experiencia inolvidable. Según recordaba el obispo cristiano Juan Crisóstomo: «El edificio se llena hasta las últimas gradas.

Las caras son tan numerosas que el corredor superior y el techo mismo quedan escondidos por la masa de espectadores y no se ven ni ladrillos ni piedras, sino que todo es rostros y cuerpos humanos». Eran frecuentes, además, las representaciones teatrales en el teatro de Marcelo y, sólo diez días al año, los cuestores de la ciudad pagaban juegos gladiatorios y cacerías (venationes), que tenían lugar en el anfiteatro Flavio, el Coliseo. Hay que tener presente que en el siglo IV había 177 días festivos en el calendario romano, aunque el pueblo sólo abandonaba sus ocupaciones para ir a los espectáculos durante algunas horas.

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http://www.nationalgeographic.com.es/articulo/historia/grandes_reportajes/10800/asi_era_roma_imperial.html


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