sábado, 12 de diciembre de 2015

MASADA - EL ÚLTIMO BASTIÓN JUDÍO


En el año 74 d.C., decididos a poner fin a la gran revuelta judía contra su dominio, los romanos sitiaron la fortaleza de Masada. Allí resistía un grupo de aguerridos combatientes que prefirieron suicidarse antes que aceptar la rendición. O al menos así lo cuenta la leyenda.



Por Javier Alonso López.
Profesor de la IE University, Historia NG nº 142

En el año 70 d.C., las legiones romanas comandadas por Tito, el hijo del emperador Vespasiano, tomaron Jerusalén a sangre y fuego. Tras masacrar a sus habitantes y saquear y arrasar el templo de Salomón, Tito y sus lugartenientes creyeron haber aplastado definitivamente la gran rebelión judía contra su dominio, iniciada cuatro años antes. Quedaban tan sólo algunos reductos rebeldes, particularmente en tres fortalezas que se alzaban a orillas del mar Muerto. Dos de ellas, Maqueronte y Herodion, no tardaron en caer. Pero la tercera presentaría una encarnizada resistencia y obligaría a los romanos a organizar una de las mayores y más arduas operaciones de asedio de la historia de Roma.

Masada se encuentra sobre un promontorio rocoso que se alza 400 metros sobre el nivel del mar Muerto. El lugar había sido utilizado como fortaleza desde el siglo II a.C., pero fue Herodes el Grande, rey de Judea entre los años 37 y 4 a.C. y aliado de los romanos, quien la habilitó como una ciudadela regia, construyendo una muralla, una torre de defensa, almacenes, cisternas, cuarteles, arsenales y residencias para los miembros de la familia real. Desde el año 6 d.C. había estacionada allí una guarnición romana.


Al estallar la rebelión judía en 66 d.C., un grupo de rebeldes se apoderó de la plaza fuerte y eliminó a la guarnición romana. Dirigidos por un tal Menahem, y tras su muerte por su sobrino Eleazar ben Yair, pertenecían a un grupo de judíos radicales, los sicarios, denominados así por el puñal o sica que solían emplear. Los sicarios formaban parte a su vez de los zelotas, un movimiento que propugnaba el uso de la violencia para liberarse del yugo romano y acelerar la venida del Mesías.

 A ojos de los romanos, en cambio, los sicarios eran meros criminales que utilizaron la revuelta contra Roma como pretexto para sus abusos, según recogía Flavio Josefo, el principal cronista de la guerra. De hecho, pese a tomar Masada al principio de la guerra, los hombres de Eleazar ben Yair no combatieron contra los romanos, sino que se dedicaron a asolar la región del mar Muerto desde su base en Masada, protagonizando «hazañas» como el saqueo de la vecina población judía de Eingedi, donde mataron a setecientas personas.

La vida en una fortaleza

Durante los años de guerra contra Roma, los sicarios de Masada modificaron las construcciones de la fortaleza adaptándolas a sus necesidades y prácticas religiosas. Construyeron talleres o pequeñas viviendas separadas por tabiques, donde los arqueólogos han hallado utensilios de uso cotidiano como recipientes de piedra para la comida, ideales para evitar cualquier impureza ritual descrita en la ley judía. También se construyeron baños para abluciones rituales (en hebreo, mikvaot) y una panadería. En el vestuario de la casa de baños de Herodes se añadieron bancos y se instaló una bañera en una esquina.

Los rebeldes también adaptaron a sus necesidades la sinagoga, construyendo otro banco corrido, algo que sugiere la necesidad de dar cabida a muchas más personas de las que habían acogido estas construcciones en origen, cuando sirvieron únicamente para el rey, su familia y algunos cortesanos. En las excavaciones de la sinagoga se descubrieron fragmentos de cerámica (ostraca) con la inscripción «diezmo de los sacerdotes», lo que significa que se preocuparon de pagar el impuesto debido al templo de Jerusalén, así como una geniza, un hoyo excavado en la tierra para albergar los textos sagrados que, por su estado de deterioro, ya no fuesen aptos para el culto. Todo ello indica que los sicarios eran fervientes cumplidores de la Ley de Moisés, aunque en una versión radical que, a su modo de ver, les autorizaba a quitar la vida tanto a cualquier enemigo de Israel como a los compatriotas que no cumplieran sus exigencias de fidelidad a la Ley.

A lo largo de la guerra, Masada fue acogiendo a una multitud de judíos que huían de la destrucción que ya se extendía por todo el país. Además de los sicarios, las excavaciones han sacado a la luz restos que demuestran que en la cumbre de Masada se refugiaron samaritanos (una comunidad de ascendencia judía tachada de impura por los judíos) así como esenios, secta ascética judía que poseía una comunidad en Qumrán, no lejos de Masada. La vida interna de los esenios en Qumrán se organizó en diez zonas, cada una de ellas al mando de un jefe. El descubrimiento de unos ostraca que consignan el reparto del pan en diez secciones nos ha permitido conocer el nombre de otros líderes rebeldes aparte de Eleazar ben Yair, como Yehohanán, Simón, Yerahemeyah, Bar Levi, Talmai, Peliah o Dositeo.


Comienza el asedio

A comienzos del año 73 d.C., Flavio Silva, comandante de la Legio X Fretensis, se dispuso a enfrentarse con los rebeldes de Masada. Habían pasado ya tres años desde la caída de Jerusalén, tardanza tanto más sorprendente cuanto que si los romanos se pusieron en marcha fue más por consideraciones económicas que militares, pues los rebeldes de Masada ponían en peligro el negocio de las plantaciones de bálsamo de la vecina Eingedi, enormemente lucrativo –según Plinio el Viejo, el comercio de perfumes de Judea produjo la enorme suma de 800.000 sestercios durante los cinco años de guerra–, y a los romanos no les convenía perder esta importante fuente de ingresos.
El cerco de Masada planteaba numerosas dificultades.

 Los romanos debían traer el agua desde Eingedi, a varios kilómetros de distancia, y los víveres desde Jericó o Jerusalén, pues en la depresión del mar Muerto, a 400 metros por debajo del nivel del mar, las temperaturas de hasta 50 ºC en verano y las heladas en invierno impedían practicar la agricultura. En cambio, en la cima de Masada el clima era más benigno y los asediados contaban con depósitos de agua, provisiones y armas. Animados por un espíritu indómito, los sicarios estaban dispuestos a defenderse hasta el final. El general romano lo sabía y por ello organizó un gran operativo de asedio, decidido a evitar que prendiese de nuevo la llama de la rebelión.

Silva hizo construir una muralla que rodeaba todo el promontorio, con torres de vigilancia a intervalos, y desplegó un total de ocho campamentos que debían servir no sólo como cuartel, sino también para evitar fugas de los sitiados y defenderse frente a incursiones exteriores.

A continuación mandó construir una rampa por el lado oeste, el de menor desnivel, de apenas cien metros. En las obras, que duraron siete meses, se empleó a judíos apresados durante la guerra. Una vez terminada la rampa, se construyó en su cima una plataforma sobre la que se instaló una torre de asalto.
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