Ana-Maria Ciobanu
IonuT, Ursu se duchó durante casi una hora en el cuarto de baño de la residencia de estudiantes de la Universidad de Bucarest, donde estudia geografía. El gel, las cuchillas de afeitar o el desodorante le parecían artículos de lujo a este rumano de 27 años, después de haber pasado cuatro semanas entre los escombros del terremoto que asoló Nepal el 25 de abril del año pasado, y que dejó 8.500 muertos, 20.000 heridos y cientos de miles de personas sin hogar.
Ionut, había salido de Katmandú, capital de Nepal, a las cinco de la mañana, después de donar su tienda de campaña, sus zapatos y su equipo de montaña a sus anfitriones, la Fundación Cold Feet, una ONG nepalí dedicada a ayudar a las víctimas del terremoto. Fueron a parar a una familia que se había quedado sin casa. En el aeropuerto dio toda su ropa, menos la que llevaba puesta.
La noche antes, lloró en su tienda de campaña para liberarse de todo lo que había visto: casas reducidas a escombros, extremidades fracturadas, niños que habían perdido a sus padres y padres que habían perdido a sus hijos. Durante 28 días no había tenido tiempo de derrumbarse emocionalmente. Por las noches se iba a dormir agotado después de comer un cuenco de arroz y por las mañanas se bañaba en el río antes de ponerse en marcha de nuevo.
IonuT, aterrizó en Katmandú el miércoles 6 de mayo con dos mochilas gigantes: una con sus cosas y la otra con material médico. Era la primera vez que salía de Rumanía, no hablaba nepalí ni inglés, y tenía que mirar las palabras en un traductor online.
Había decidido acudir después de ver en las noticias a niños nepalíes huérfanos y sin hogar, ya que se acordaba de lo duro que había sido para él crecer sin una madre.
Abandonado a los cinco días de nacer, Ionut, era uno de los 100.000 niños que vivían en un orfanato en Rumanía, reminiscencias del régimen comunista que impuso leyes antiabortivas para aumentar las tasas de natalidad. Nunca olvidará el método de la gobernanta: una mujer que medía las manchas de orina en la cama en centímetros y que golpeaba tantas veces como centímetros tuviera la mancha. Ionut, se refugió en el voluntariado. A los 16 años hizo un curso de primeros auxilios. Cuando se trasladó a Bucarest se formó para convertirse en personal sanitario voluntario de los servicios de urgencias.
Para ir a Nepal, hizo una lista con todo lo que podía vender: móvil, tablet, lavadora, cámara de fotos y un reloj que había sido un regalo especial. Con su venta obtuvo casi 1.500 euros, y amigos y profesores también le ayudaron dándole dinero para provisiones y para el billete de avión. Cinco días después, el personal de Cold Feet le daba la bienvenida en Katmandú.
Ionut,, acompañado de un equipo médico, se dirigió al Distrito de Dhading, a 64 kilómetros al oeste, un área de ocho pueblos en la que casi la totalidad de las 300 casas se habían derrumbado y 30 personas y muchas cabezas de ganado habían acabado bajo los escombros. Todas las mañanas, los voluntarios de Cold Feet subían una senda de montaña durante dos o tres horas para llegar hasta las ruinas del terremoto.
Ionut, ayudó a acarrear medicinas, alimentos y lonas impermeables para montar tiendas de campaña militares y dar cobijo a más de 500 personas que dormían a la intemperie y rebuscaban entre las ruinas con la única ayuda de sus manos. Después fue con el equipo puerta a puerta examinando a los pacientes. Les tomó la tensión y los niveles de azúcar, les limpió y vendó las heridas y rellenó los historiales. En los ratos libres, cavaba agujeros para anclar las tiendas y abrazaba a los niños. Estos le sonreían, y un niño pequeño le hizo prometer que iba a aprender inglés. “Es muy importante”, dijo, e Ionut, asintió. Pero al mismo tiempo pensaba que “los corazones hablan a los corazones y mientras supiera sonreír, el idioma no era tan importante”.
Según pasaban los días, Ionut, sintió que se estaba distanciando de su propio sufrimiento, una carga que le acompañaba desde la infancia. Rodeado de dolor, tan visible entre los hombres que se afeitaban la cabeza cuando perdían a un ser querido como en los campos donde se incineraban cadáveres cada día, aprendió a amar la vida y a alegrarse de las oportunidades que le surgían, como la de asistir a un parto. Una de las noches se tumbó agotado en su tienda e ideó su misión: “Mientras tenga salud, puedo ayudar. Debo ofrecer bondad.”
Diez días después, Ionut, volvió a Katmandú y trabajó como voluntario en distintos hospitales, el último de ellos el Manmohan Memorial Hospital. El personal pronto le cogió cariño. El cirujano ortopédico Shirish Karki recuerda, “este chico era como un ángel para nosotros. Estábamos escasos de personal porque muchos empleados habían sido víctimas del terremoto. Ionut, ayudaba a levantar a los pacientes, limpiaba los utensilios y hacía todas las tareas pequeñas imprescindibles.”
Shirish le permitió que le ayudara en el quirófano. Al principio solo pasaba instrumental, después empezó a poner catéteres y vías intravenosas e incluso aprendió a sujetar los músculos mientras cosían. Los heridos llegaban por docenas todos los días, y otros, quizás cientos, estaban fuera esperando a ser tratados. Entre una operación y otra Shirish e Ionut, se tomaban un tentempié y hablaban de la vida, ayudados de una aplicación móvil para traducir.
Cuando Ionut, se marchó de Nepal, agotado y con diez kilos menos, había encontrado su vocación. Se prometió volver, convencido de que “el demonio no triunfa si las personas buenas no ignoran la tristeza del mundo”.
Hoy Ionut, sigue haciendo voluntariado en el Servicio Médico de Urgencias de Bucarest y continúa estudiando geografía en la universidad.
En su tiempo libre vende fotografías de su viaje a Nepal y busca nuevas formas de financiación para comprar instrumental médico y enviarlo a Dhading, y para una máquina de electrocardiogramas para el hospital rumano donde nació. Ionut, planea volver a Nepal este verano para montar una consulta médica en una escuela de un pueblo de alta montaña.
“Mientras tenga salud, puedo ayudar. Debo ofrecer bondad.”
Fuente: http://www.readersdigestselecciones.es
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