Huyeron de Afganistán hacia Europa con la esperanza de una nueva vida. Sin embargo, sus problemas no habían hecho más que empezar
JOHN DYSON
El relojero pasó su última noche en su casa enrollando billetes de 500 euros en trozos de plástico, antes de ensartar 24 de ellos en las costuras del pantalón, en el cuello de la camisa de su mujer y en la ropa interior de sus hijas. Mucho antes de que el amanecer se extendiera sobre el paisaje pedregoso de Herat (Afganistán), Mahmud Mohamedi, de 30 años, despertó a su familia. “Es hora de irse”, les susurró.
Su esposa, Sharifa, de ojos oscuros, observó desde detrás del burka, con mirada triste y con pesar, todo el patio lleno de flores, y luego cogió de las manos a sus hijas-Roya, de ocho años, y Nazania, de tres. Mahmud calmó a Mack, su doberman, que sentía que algo estaba pasando.
Con lágrimas en las mejillas, Mahmud recogió su único equipaje, una pequeña mochila de plástico llena de leche y galletas y a continuación, echó el cerrojo tras de sí.
Mahmud llevaba la cara llena de magulladuras de la salvaje paliza que le habían dado los talibanes armados. Amordazado y atado, había estado detenido durante ocho días hasta que su familia había entregado casi 100.000 dólares (unos 70.000 euros). Ahora iba a apostar desesperadamente por una vida nueva, más segura.
Abandonó su casa, su negocio, sus dos coches, el perro y todo lo que poseía, excepto el móvil con las fotos de la familia, y pagó 10.000 dólares (unos 7.000 euros) a un traficante para que los pasara de contrabando a Europa. “Allí seremos libres y estaremos a salvo”, prometió a Sharifa.
El camino fue duro y largo. Ocho horas en un autobús polvoriento hasta la frontera. Vadearon un río que les llegaba por la rodilla durante tres horas para cruzar a Irán. Su hija pequeña, fuera de combate por las pastillas de dormir, pesaba en sus brazos. Fueron en cuclillas durante horas en el compartimento del equipaje de un autobús.
Desde Teherán, un relevo de coches les llevó al comienzo de un camino de montaña. Durante ocho horas, Sharifa y Nazania fueron a caballo por la nieve, mientras que Mahmud y Roya caminaban a su lado. Se demoraron mucho sobornando a la policía turca. Después de 28 horas en un autobús hasta Estambul, fueron arrojados desde un coche en la tranquila campiña. Su guía les indicó con el brazo el camino hacia los árboles y las granjas bajo el cielo estrellado. “Grecia está por allí, ¡adelante!”
Al amanecer, seis días después de salir de casa, anduvieron cansinamente hasta un pequeño pueblo. Mahmud vio carteles en griego y saltó de alegría. “¡Estamos aquí!”, cantó. “Hemos encontrado nuestro paraíso”.
Mahmud y su familia no fueron los únicos en recorrer ese camino. En otoño de 2010, más de 75 afganos llegaban al día a Grecia, además de un número similar procedente de otros países de Oriente Medio y África. La mayoría de los “inmigrantes irregulares” eran solteros en busca de trabajo, pero los afganos llegaban acompañados de sus mujeres e hijos, señal de que huían de la tiranía y el terror auténticos. Todos tenían historias desoladoras que contar.
El mecánico de camiones, Habib Razi, de 43 años, huyó de Herat con su mujer, Laila, y sus tres hijos. A pesar de que el gobierno estaba respaldado por Occidente bajo el presidente Karzai, los talibanes habían cerrado la escuela donde trabajaba su mujer y habían prohibido la educación para las niñas, entre las que se encontraba su hija Suhar, de diez años. “En Europa podremos opinar y enseñar”, dijo. “Tendremos una vida de verdad. Pero queremos trabajar, no mendigar”.
Viuda por la repentina muerte de su marido, Saliha Jabari, de 38 años, llevó a su hija y a sus cuatro hijos a vivir con un tío. Éste se jugó una noche a su sobrina en una mano de póquer y perdió. En lugar de entregar a su hija, Saliha y la familia huyeron buscando refugio en Europa.
Tanto para Mahmud como para Habib, Saliha y los otros compañeros de viaje, el primer atisbo del “paraíso” se convirtió en una sala abarrotada de un centro de detención de policía: sin camas, con aseos inundados y con el mínimo de comida. Tras tres días de infierno, Mahmud consiguió los permisos para que su familia pudiera quedarse un mes, y un autobús los llevó al corazón de Atenas. Allí fue donde empezaron realmente sus problemas.
Una habitación en una apartamento compartido por otras 13 personas costaba 450€ al mes. No había calefacción, ni agua caliente, los niños tiritaban de frío por las noches, no tenían colegio, ni seguro médico, ni trabajo, ni derechos: una pesadilla. Solicitar asilo era inútil porque había una acumulación de 50.000 expedientes y las autoridades solo procesaban 20 a la semana. De esos 20, se les concedía el asilo a menos del 1%, nada en comparación con el 50% de Holanda o Suecia.
Mahmud realizó el último y desesperado intento. Agarrotados y doloridos, los miembros de la familia salieron cansinamente del camión en el que habían estado traqueteando durante 11 horas. Cuarenta inmigrantes se habían repartido entre los dos niveles del interior. La ventilación era tan mala que los que iban en el nivel superior cortaron el techo con navajas.
A las 6 de la mañana del 15 de enero, llegaron a una remota ensenada en un lugar secreto. Anclado a pocos metros de la orilla se encontraba un barco de pesca turco, verde y azul. En una oficina de cambio de divisas, Mahmud había contactado con otros traficantes. Desdobló los dos últimos tubos de plástico que le quedaban escondidos entre la ropa y pagó 10.500 euros para llevar a su familia de contrabando hasta Italia. Así fue.
El maltrecho arrastrero reparado con fragmentos de madera y hierro parecía que fuera a hundirse en cualquier momento. Asustado, Mahmud se negó a abandonar la playa hasta que uno de los cuatro miembros de la tripulación lo apuntó con una pistola. “Buen barco, muy seguro”, gritó el hombre.
A toda marcha, con el sol del amanecer, el Hasan Reis de 20 metros de eslora se llenó con una carga de inmigrantes por valor de un millón de euros. No quedaba un solo centímetro de espacio libre en la cubierta. Incluso con mar calma, el barco se balanceaba peligrosamente bajo su pesada carga.
Mahmud tomó una cabina bajo el timón con otras familias entre las que se incluía la de Habib Razi y dos de los hijos de Saliha Jabari. Pocos afganos habían visto el mar alguna vez y mucho menos, viajado en barco. Con los ojos bien abiertos, pero confiadas, las hijas de Mahmud, Roya y Nazania, se abrazaron a las rodillas de su madre. El relojero sonrió preocupado. “Mañana, una nueva vida”, prometió.
Alrededor del mediodía, el capitán turco de cara sombría pidió a Mahmud que diera agua a todo el mundo. Al acercarse a la proa, vio a un inmigrante que señalaba una puerta bajo sus pies. Al abrirla y escudriñar el interior vio al menos 150 personas más encorvadas bajo la cubierta inferior, todas mareadas.
Al atardecer, empezó a soplar el viento. Las olas se hicieron más grandes y el movimiento se hizo cada vez más violento. La espuma saltaba por la proa y barría a la gente, demasiado aterrada y enferma para moverse. Todos habían visto videos de Titanic y se temían lo peor. Habib abrazó a su hijo Azim, de trece años. “Esto es el final, hijo”, le dijo.
El agua inundó toda la abarrotada cubierta inferior. La tripulación arrancó la bomba pero dejó de funcionar. El motor principal chisporroteó, sin girar apenas. A Ali Jabari, de 13 años, y a su hermano Hamid, de 15, los había mandado solos en el barco su madre viuda, que había tenido que quedarse en Atenas con el resto de sus hijos. Los dos adolescentes intentaron desesperadamente achicar la bodega utilizando cajas de pescado amarillas, pero era imposible detener el agua entrante.
Los inmigrantes que llevaban teléfonos móviles contactaron con los servicios de rescate, pero no conocían la posición del barco. Alguien que hablaba inglés suplicó a la policía italiana: “Por favor, vengan y ayúdennos”.
“No les queremos. Váyanse”, fue la respuesta.
Como el barco se encontraba en verdadero peligro de hundirse o volcar, el capitán lanzó dos bengalas de socorro al cielo. Envió una señal de socorro y dio la posición de 32 millas al noroeste de Corfú. Los guardacostas griegos no podían navegar a causa de mal tiempo. Su centro de rescate envió mensajes a los barcos cercanos para que ayudaran.
El primero en llegar al lugar fue un buque de carga turco. La madera del barco pesquero se rajó y se astilló mientras se quebraba a lo largo pero la tripulación no hizo nada por ayudar a la gente a bordo. Con horror, Mahmud los vio retroceder. “Estamos perdidos”, pensó.
El carguero holandés Momentum Scan estaba al sur, cerca de Corfú, con un cargamento de acero cuando el capitán Martin Remeeus, de 53 años, oyó que había un pesquero en apuros. Creyendo que tendría que rescatar a seis o siete hombres, divisó el pesquero en el radar y dijo a su tripulación que barrieran la mar gruesa con la linterna. Entonces Remeeus oyó un sonido extraño llegar con el viento: un coro espeluznante de gritos y gemidos humanos.
La luz iluminó el arrastrero en el agua, inmóvil y tambaleándose pesadamente bajo la carga de sus 263 ocupantes. Los bebés y los niños eran izados y zarandeados como banderas de socorro ante el haz de luz.
Alucinado, Remeeus dijo a su tripulación filipina que lanzara por el lateral todas las redes y escaleras que encontraran. Poner el carguero junto al pesquero requirió toda la pericia por parte del capitán. A pesar de su tamaño, el enorme barco se balanceaba y se tambaleaba con las olas de tres metros, mientras que el pesquero podía desaparecer en cualquier momento.
Los dos barcos retumbaban al mismo tiempo. Los inmigrantes jóvenes saltaron aterrorizados hacia la red, los otros intentaban trepar por encima de estos. Muchos cayeron al mar. Una ola levantó el barco y lo estrelló contra la gente que estaba en la red. El agua oscura entre los dos barcos, se llenó de heridos y muertos.
Remeeus imploró calma gritando por un megáfono. Su tripulación consiguió izar a la gente a un sitio seguro, pero los inmigrantes estaban llenos de aceite por las fugas de diésel y muchos resbalaron al mar.
Cuando se aplacó la primera avalancha de gente aterrorizada, Habib Razi intentó subir a su hija al carguero. En dos ocasiones, el balanceo del barco le hizo caer hacia atrás. En un momento en el que los dos barcos estuvieron perfectamente alineados, sus hijos pudieron ser finalmente izados por la tripulación, después él y Laila agarraron la escalera y treparon arriba. “¡Feliz cumpleaños!”, gritó Habib, rodeando con sus fibrosos brazos a su familia. “¡Hemos vuelto a nacer!”
Ali Jabari, en estado de semiinconsciencia por el mareo, se dio cuenta de que alguien le cogía de la mano y le llevaba hacia la red. Su hermano Hamid nunca volvió a ser visto.
Mahmud condujo a su familia al techo de la cabina de mando. Conforme se acercaban al barco, levantó a sus hijas hasta la tripulación filipina. Los siguieron a lo largo de la barandilla del barco y divisó al capitán de pelo gris bajo las luces de cubierta. Tenía las mejillas arreboladas y llenas de lágrimas.
Segundos después de que las últimas personas fueran rescatadas, el pesquero se partió y se hundió. Veintidós inmigrantes desaparecieron para siempre a pesar de la búsqueda emprendida con helicópteros y barcos patrulla. Para los 241 rescatados, había sido un viaje a ninguna parte.
Unos días después, Mahmud y su familia estaban de vuelta en el mismo apartamento de Atenas. Se enfrentaban a un futuro incierto. A Mahmud solo le quedaban 250 euros en el bolsillo. Con su mujer y sus hijas, se uniría a los miles de inmigrantes que dormían en los parques de la ciudad y comían de la limosna de las iglesias y corrían el riesgo de ser atacados por matones griegos. Su móvil con las fotos de casa había desaparecido en el mar.
Sorprendentemente, esa misma semana, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos declaró que Grecia trataba a los inmigrantes de forma “degradante e inhumana”. El primer ministro griego, George Papandreou, prometió abordar la situación y se han hecho planes. La acumulación de solicitudes de asilo se arreglará y se establecerá un nuevo servicio de asilo. Al mismo tiempo, se ha establecido un Servicio de Apoyo al Asilo en Malta para ayudar a los países en situaciones difíciles.
“Hay indicios positivos”, afirma Ketty Kehayioylou, de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados en Atenas. “Pero la falta de fondos y de personal formado es tremenda. Hasta la fecha, no ha cambiado básicamente nada”.
El relojero y otras personas que hicieron el intento desesperado de encontrar refugio y una vida mejor en Europa se enfrentan a una larga espera.
En marzo de este año, el capitán Remeeus voló a Atenas y siguió la pista a cinco familias con hijos, incluidos los Mohamedi, a los que había rescatado. Él y la empresa naviera CFL han fundado una ONG llamada ‘Stichting Momentum’ para proporcionar ayuda. “Les rescatamos del mar, pero tenemos que acabar el trabajo”, dice. Para donaciones, visita la página web: www.canadafeederlines.com/content/ actualiteit/stichting-momentum
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