martes, 1 de agosto de 2017

RECORDANDO A ROBIN WILLIAMS

                   
Cuando más lo necesitaba, la ayuda le llegó de quien menos lo esperaba.

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Ellen Hawkes
publicado en selecciones en abril de 1999

Desde el cuarto de juegos de la mansión en que vivía, Robin Williams, entonces con ocho años, miraba sobre las copas de los árboles que rodeaban las elegantes casonas de Bloomfield Hills, suburbio de Detroit. Como sus padres siempre estaban ocupados y no tenía hermanos o vecinos con quienes jugar, Robin se pasaba las horas leyendo o representando batallas famosas con su enorme colección de soldados de juguete.

No obstante, esa tarde esperaba ansioso la llegada de su padre. Por fin, un coche se detuvo frente a la casa.
Robert William, ejecutivo de la Ford Motor Company, era una figura imponente para su hijo. Hacía gala de una reserva y una dignidad casi británicas, e insistía en la disciplina, el trabajo duro y el dominio de sí mismo.
Robin le dio el sobre que había traído del colegio.
“¿Qué es esto?”, preguntó Robert.
“Mis notas, señor”, contestó el niño.
El padre miró las notas y, sonriendo, contó los “excelentes” que llenaban la página.
“Bien hecho”, dijo. “Ahora vamos a cenar”.
Robin estaba ávido de recibir elogios, pero eso no sucedería más aquella tarde de 1959. Haciendo un esfuerzo por ocultar su decepción, se dirigió en silencio al comedor. Sabía que su madre no solo le daría un abrazo por sus buenas calificaciones, sino que también se reiría de los chistes que él había oído ese día.
Laurie Williams y su hijo tenían un vínculo especial. Ella había sido modelo, y era una mujer simpática y encantadora. Cada vez que el chico contaba un chiste o imitaba a su padre, Laurie soltaba una carcajada. La creatividad de Robin florecía en su presencia, pero cuando armaba demasiado jaleo, ella le recordaba las estrictas reglas de conducta impuestas por su marido.

Un sueño mal encauzado El muchacho demostró estar a la altura de las expectativas de Robert. Tras finalizar el instituto, se inscribió en una prestigiosa universidad del sur de California para estudiar políticas y economía. Sin embargo, durante el primer año escogió una materia que incluía improvisación teatral, y supo que había hallado su destino. A medida que daba rienda suelta a su creatividad y su enorme expresividad, la pasión por la actuación se apoderó de él hasta el punto de que suspendió las demás materias.
Cuando terminó su semestre de primavera, Robin regresó a casa de sus padres, que se habían ido a vivir a Tiburón, un pequeño pueblo en la bahía de San Francisco. Nervioso, habló con su padres sobre las asignaturas suspensas.
“No pienso seguir pagándote los estudios para que suspendas”, le dijo aquél con brusquedad. “No importa”, respondió Robin. “He encontrado mi verdadera vocación: voy a ser actor”. Robert se calló. Tenía la impresión de que su hijo carecía de disciplina y sentido práctico, lo que podría ser un obstáculo para que alcanzara sus metas. “No está mal tener un sueño”, le dijo, “pero aprende un oficio, como el de soldador, por si acaso”.
El padre tenía razón al estar preocupado. Robin comenzó a asistir a clases de interpretación, primero en la zona de la bahía de San Francisco, y después en la prestigiosa escuela Juilliard, en la ciudad de Nueva York. El vivo ingenio del joven y su habilidad para improvisar arrancaban carcajadas a sus profesores y compañeros, pero su impetuosidad a veces daba al traste con su ambición. En el último semestre en la Juilliard, Williams se enamoró de una mujer que vivía en San Francisco y dejó los estudios.
Estrella en ascenso Cuando esa relación terminó, Williams comenzó a trabajar de cómico en pequeños locales nocturnos. Encontró en ello una válvula de escape para su energía, sus rapidísimas asociaciones libres y sus impredecibles cambios de acento: su estilo característico que él llamaba en broma “actitud maniacodefensiva”. En un momento estaba imitando a Richard Nixon, y al siguiente a un inmigrante ruso. A los 25 años, el joven era una estrella en ascenso.
En 1978 se había trasladado a Los Ángeles, donde le dieron el papel de un extraterrestre amistoso en la serie de televisión “Mork y Mindy”. El programa y Williams se hicieron famosos de la noche a la mañana.
Aun así, tuvo que pagar un precio por ser el aclamado comediante que se esperaba que fuera. A sus padres no les pasó inadvertido el frenesí con el que su hijo estaba viviendo.
“No tienes que ser gracioso todo el tiempo”, le aconsejó Laurie, pero Robin no parecía ser capaz de atenuar sus excesos.
Durante los siguientes cuatro años, al menguar la popularidad de su programa, Williams se preguntó si su fama no habría sido una ilusión. Su angustia creció cuando sus primeras películas, Popeye El mundo según Garp fueron mal acogidas. El actor intentó mitigar su inseguridad con drogas y alcohol; sentía que la vida se le escapaba de las manos. Los críticos calificaron su actuación de insulsa y dudaban de que Williams tuviera la disciplina y el carácter necesarios para lograr una interpretación con matices. A veces el actor volvía a ser aquel niño que buscaba la aprobación de su padre, solo que en esta ocasión trataba de obtenerla de desconocidos.

Charlas profundas En 1982 dos sucesos hicieron reaccionar a Williams. Valerie Velardi, la mujer con quien se había casado en 1978, estaba esperando a su hijo, Zachary. Y un amigo de Robin, John Belushi, murió de una sobredosis de droga. Impresionado, se dio cuenta de que él podría correr la misma suerte.
Regresó a San Francisco, pero sus problemas apenas habían comenzado. No lograba despegar como actor, y su matrimonio estaba naufragando (finalmente él y Valerie se divorciaron en 1988). Para colmo de males, su padre estaba enfermo.
Por las tardes, Williams solía ir de visita a la casa paterna. La sensación de que se les estaba yendo el tiempo hizo que Robert dejara de lado su rígido hermetismo y Robin se quitara la máscara de cómico.
“No quisiera perder a mi familia ni mi carrera”, dijo Robin. “Supongo que por eso he regresado a casa”.
“¿Sabes?”, respondió Robert con suavidad, “cuando murió mi padre, el negocio familiar quebró. Yo era un adolescente, pero tuve que trabajar en una mina de carbón para ayudar a mantener a la familia.
En las siguientes semanas le confió a su hijo las experiencias que moldearon su vida: aquellos desgarradores momentos durante la Segunda Guerra Mundial cuando vio morir a muchos hombres al ser alcanzado su barco por un kamikaze; la tristeza que sintió al fracasar su primer matrimonio. También le habló de las horas que pasó viajando para resolver los problemas que surgían en las plantas de la Ford, y del arrepentimiento que sentía por no haber dedicado más tiempo a la familia.
Robin empezó a entender muchas cosas, como la razón de que su padre renunciara a la Ford en 1967.
“La industria del motor iba en picado”, dijo Robert. “Me gustaba mucho mi trabajo, pero a ellos lo único que les importaba era producir más y más coches. Ya no se enorgullecían de sus productos, y yo no podía cruzarme de brazos”. Robin entendió que debía decidir cómo vivir su vida. Inspirado por el valor de su padre, supo que él también tendría que arriesgarse.

Retomando las riendas Robert Williams murió en 1987, cuando la vida y el trabajo de su hijo empezaban a tomar forma. Ese año, Robin fue nominado para un premio de la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas por su caracterización de un animador de radio en la película Buenos días, Vietnam.
A partir de entonces, los críticos notaron una nueva introspección en Williams. Sus interpretaciones eran más profundas, complejas y sutiles; ya no era solo un bufón. Por primera vez estaba representando papeles serios con serenidad y madurez.
El actor siguió haciendo reír al público en comedias como Señora Doubtfire La jaula de los pájaros, pero incluso en ellas mostró su recién adquirido dominio de sí mismo.
En su vida personal también encontró paz interior. En 1989 se casó con Marsha Garces, y tuvieron una hija, Zelda [hoy de 25 años], y un hijo, Cody [22 años]. Williams decidió limitar su trabajo para pasar más tiempo con sus tres hijos.
En 1997 aceptó un papel en El indomable Will Hunting, película sobre un psicoterapeuta que trata a un joven lleno de ira. Williams sintió que el papel había sido escrito para él, pues le recordó que él había sentido hacia su padre a medida que la relación se transformaba. Su actuación fue emotiva, graciosa y triste, y a nadie le sorprendió su nominación para recibir un premio de la Academia.
En la ceremonia de entrega de los Oscar, en 1998, sentado entre Marsha y su madre, se emocionó al escuchar que había ganado el premio al mejor actor de reparto.
Al recogerlo, alzó la estatuilla y dijo:
“Mi padre me aconsejó que fuera soldador, por si acaso”.
El público rio, pero solo Williams y su madre conocían la profunda influencia que Robert había tenido en el éxito del actor. Al ver a Robin, Laurie supo que su hijo, entonces de 46 años, al mirar al cielo decía:
“Mira papá, aquí está. Lo he hecho por ti”.

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Robin Williams fue hallado sin vida en su casa de California el pasado 11 de agosto, a los 63 años.

Fuente: http://www.readersdigestselecciones.es

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