Por: Gerson Morey
Cuando la Escritura aborda el asunto del perdón, lo hace desde muchos y distintos ángulos. Desde luego que el perdón más prominente y la base para todo perdón es el que Dios concede al pecador cuando éste se arrepiente. El perdón que el Señor concede, es lo único que restaura nuestra relación con el Creador. Los Evangelios lo enseñan y las epístolas lo enfatizan.
Por ejemplo, la necesidad de perdonar es presentada como un mandato para todo creyente, como una evidencia de la nueva naturaleza, y también como una práctica que conlleva muchos y eternos beneficios. Es decir, el perdón nos hace crecer en santidad, nos hace semejantes a Cristo, sana y repara relaciones, contribuye a la unidad, etc. Pero sobre todas las cosas, el perdón es un acto de obediencia que glorifica a Dios.
Ahora bien, a la luz de la importancia asignada al perdón, los creyentes reconocemos dos verdades. Primero que en ocasiones será un desafío perdonar, especialmente cuando se trata de ofensas y agravios que causaron gran daño. Segundo, también reconocemos que la gracia de Dios nos asiste para hacerlo, es decir, es el Espíritu Santo quien nos da el poder y capacita para dispensar el perdón.
Sin embargo, al entender la importancia, la prominencia, la seriedad del perdón, ¿Cómo sabemos los creyentes si hemos perdonado a una persona? ¿Cómo saber si estamos todavía resentidos con alguien? o ¿Cuál es la evidencia que hemos perdonado de verdad?
Creo que las Biblia nos provee muchas evidencias para responder estas preguntas. Podemos tomar algunos ejemplos donde el perdón jugó un papel importante y a partir de ahí obtener luz para saber si hemos perdonado de verdad. Es decir, textos que nos ayudarán a reconocer cuales son las evidencias del verdadero perdón. La historia de José y sus hermanos, la relación entre David y Saúl, las palabras y las parábolas de Jesús son algunos de los textos que nos proveen bastante luz para este tema.
Entonces, ¿cuáles son las evidencias que hemos perdonado de verdad?
I. Si recordamos sin dolor ni tristeza
En el sentido estricto de la palabra, es imposible olvidar las ofensas que los hombres nos hacen. Sin embargo, cuando los creyentes perdonamos podemos recordar y referirnos a la ofensa sin evidencias de dolor, amargura y tristeza.
En Génesis 45 encontramos el conocido y dramático re-encuentro entre José y sus familiares. Debemos recordar el maltrato, el rechazo y el desprecio del qué Jose había sido víctima departe de sus propios hermanos. En ese pasaje se hace evidente, que a pesar de las lágrimas y de lo emotivo del encuentro, Jose pudo recordar el pasado sin dolor ni amargura. Sus palabras dan muestra de una consciencia de la soberanía de Dios y de un genuino perdón, pues le dijo a sus hermanos:
Ahora, pues, no os entristezcáis, ni os pese de haberme vendido acá; porque para preservación de vida me envió Dios delante de vosotros…..Y besó a todos sus hermanos, y lloró sobre ellos; y después sus hermanos hablaron con él. (
Génesis 45:5,
15)
Cuando reconocemos, junto con José, que Dios obra y además usa las ofensas para sus propósitos eternos, seguramente podremos confiar y dispensar perdón a quien nos agravió. Solo así podremos recordar y referirnos a esa dolorosa experiencia con satisfacción, confianza y aun con gozo. Por eso, sabemos que hemos perdonado de verdad cuando podemos mirar al pasado sin temores, rencores ni dolor.
II. Si abandonamos todo deseo de venganza y de mal
Nuestra inclinación natural ante cualquier forma de agresión es la de resistir, defendernos y en muchos casos hasta vengarnos. Queremos que los hombres paguen lo que nos han hecho y en la mayoría de los casos, estas emociones las mantenemos ocultas. Las albergamos silenciosamente en nuestros corazones y se fortalecen con el tiempo. Cuando estos pecaminosos sentimientos están presentes, son una clara evidencia de que no hemos perdonado genuinamente.
En Mateo 13, encontramos un ejemplo de esto. A cierto hombre que se le había perdonado una deuda de diez mil talentos, lo vemos sin piedad exigiéndole a un consiervo que le pague una deuda de cien denarios [en términos modernos, la diferencia entre ambas deudas es de literalmente de miles de millones de dólares]. Este hombre no fue capaz de perdonar la ofensa sino al contrario, acosaba al consiervo “diciendo: Págame lo que me debes” (
Mateo 13:25).
Esta es la actitud que caracteriza cuando no hemos perdonado. Queremos que nuestros ofensores paguen por lo que hicieron. Y este sentimiento muchas veces se incrementa y sino lo confrontamos ni lo traemos a la luz, se robustece y se convierte en un pecaminoso deseo de mal que nos gobierna.
Por el contrario, cuando somos conscientes de la gran deuda que teníamos ante Dios, y reconocemos la grandeza de Su perdón, seguramente estaremos en mejores condiciones para no aferrarnos a la ofensa. Cuando perdonamos sinceramente, estamos dejando, soltando y entregando esa ofensa en manos del Señor.
El rey David es un ejemplo de esto, por qué al escuchar las noticias del fallecimiento de Saúl, quien por aquel entonces era su enemigo, no celebró su muerte, sino que reaccionó con sincero lamento.
Esto es un acto de obediencia que solo lograremos con la ayuda del Espíritu Santo y con la firme determinación de glorificar al Señor. Al dispensar misericordia y perdonar, estaremos abandonando todo resentimiento, ira y deseo de venganza hacia la persona que nos ofendió. Por eso, sabemos que hemos perdonado cuando abandonamos todo deseo de mal.
III. Si podemos orar por el bien de esa persona
Esta tercera evidencia se deriva de la anterior. Cuando abandonamos todo deseo de mal y de venganza hacia otros podemos ir un paso más y procurar su bienestar. Cuando deseamos el bien de quien nos ofendió, cuando anhelamos su bienestar y oramos por ellos, podemos tener la certeza de haber otorgado el perdón.
Jesús enseñó a sus discípulos: “Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo.” Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen…” (
Mateo 5:43-45 LBLA).
Orar por alguien es una actividad que envuelve nuestros corazones y por lo general una practica privada. Cuando Jesús manda a sus discípulos a amar a sus enemigos y a orar por ellos, los estaba llevando a una actitud más profunda. Los estaba animando a amar y a desear el bienestar de sus ofensores.
Al orar por el bienestar de los enemigos, estamos evidenciando un genuino perdón hacia esas personas. Cuando en nuestros corazones florece un genuino deseo por el bien del ofensor, solo estamos mostrando los frutos de una raíz llamada perdón. Por eso sabemos que hemos perdonado en verdad cuando podemos orar por el bien de lo que nos dañaron.
Mi oración es que el Señor pueda alumbrarnos y en su gracia ayudarnos a entender el estado de nuestras almas. Si hay resentimientos, odios y deseos de venganza, que Dios nos conceda su gracia para perdonar así como nos perdonó. Que ofrezcamos misericordia, por el bien de nuestras almas, por el bien de nuestras relaciones y sobre todas las cosas por la gloria de Dios. Que confiemos en la soberanía divina para abrazar cada experiencia como un regalo de la gracia de nuestro Padre. Al final todo obra para bien.