jueves, 21 de abril de 2016

ADÁN LEMUS LIBRE DE PECADO

Consumió su juventud bebiendo y drogándose. En tiempos que El Salvador era un país que se desangraba por guerras internas, Adán Huber Sosa Lemus reinaba con su pandilla. Parecía nunca arrepentirse, pero dobló las rodillas y se entregó.
  • Adán libre de pecado
Solo con imaginar que pasaría el resto de su vida dentro de un claustro, para luego oficiar misas ante una religión del que nunca se sintió parte, Adán Huber Sosa Lemus –con 12 años de edad– no lo pensó dos veces. Y aquel mismo día rechazó el ofrecimiento de ser el cura que su pueblo esperó.
Pese a tener todo resuelto para cursar sus estudios ministeriales, se encerró en su rebeldía sin pensar que esto lo llevaría al mundo de las drogas y el alcohol, del que no salió hasta que el Señor lo encontró y le mostró su verdadera vocación, convirtiéndolo en el actual Vicepresidente del Movimiento Misionero Mundial en El Salvador.

Adolescencia perdida

A inicios de 1980, en la ciudad de Sonsonate, en el Salvador, un jovencísimo Adán –quien prefirió que lo llamaran Huber– pasaba sus días como cualquier otro adolescente de su edad, hasta que en el momento menos esperado sus padres empezaron a bombardearlo con una preparación clerical que lo convertiría en sacerdote y respetado personaje de su pueblo.
Pese a que una de sus acaudaladas tías estuvo dispuesta a costearle sus estudios ministeriales, Huber se negó a ir a aquel monasterio religioso, porque no estuvo dispuesto a intercambiar su temprana existencia por la vida sacerdotal.
“Sentía que no iba a durar mucho tiempo, porque no era para mí”, expresa.
A pesar de tener un nombre bíblico, Huber siempre vivió alejado de la iglesia al que sus padres asistieron. Sin embargo, a esa misma edad empezó a frecuentar clubes nocturnos, donde las bebidas alcohólicas como el Tic Tack y las sustancias narcóticas como la marihuana y la cocaína, formaron parte de su crecimiento. Todo en medio de la prostitución callejera, que se convirtieron en entrada y fondo de los fines de semana de aquella ciudad salvadoreña.
“A esa edad probé todo tipo de drogas y alcohol, que fue perdiendo mi adolescencia”, recuerda.
A los pocos meses y sin brújula que lo direccione, el pandillaje y la delincuencia fueron ganando terreno en su vida, perjudicando sus estudios y la imagen de sus empobrecidos padres, que vieron cómo se desperdició el futuro del penúltimo de sus diez hijos.
“La gente y mis amigos me llamaron el Gallo, por el nombre de la pandilla y por mi peculiar forma de peinarme el cabello, mi ropa muy suelta; sobre todo por ser todo un mujeriego”, comenta.

Escapando de la muerte

A inicios de aquella década, tanto El Salvador como otros países vecinos, estuvieron en el ojo de la tormenta, por sus diversos levantamientos civiles y militares que desestabilizaron a todo Centroamérica. Parte de ello fue la carrera armamentista en todos los países de aquella región, armando a chicos y decenas de pandillas como el que integró Huber; los cuales se proveyeron de una gran cantidad de armamento, que no solo les sirvió para defenderse de los golpistas, sino para perpetrar un sinfín de asaltos del que pudieron escapar con éxito.
Al borde de los 15 años de edad, Huber y su grupo de vándalos fueron acusados de ultraje sexual a dos muchachas de la ciudad, que los enfrentó a las autoridades y a varios enemigos que emergieron por venganza. Al no comprobarse su culpabilidad, toda la pandilla fue amenazada de muerte, con una serie de atentados que fue acabando con su vida uno a uno.
Uno de estos ataques ocurrió, cuando Huber ganó un concurso de coreografía de los ritmos musicales de aquella época. En el momento en que intentó demostrar el último paso de baile llamado: “La caída de la hoja”, una ráfaga de balas generó el pánico en todos los presentes.
Al ponerse a buen recaudo y controlar la situación, Huber y sus acompañantes comprobaron que los disparos fueron en dirección a él. Afortunadamente ni una bala lo tocó, ni se registraron heridos. ¡Fue una advertencia!, dijeron algunos.
“Por las riñas que tuve con otras pandillas, intentaron de matarme más de una vez; pero Dios me guardó, sino estaría muerto como muchos de mis amigos y compañeros”, recuerda.

Desterrado de su pueblo

Con 17 años de edad, y con varias amenazas que pusieron precio a su cabeza, un día su padre se acercó ante él y le dijo unas palabras que Huber nunca pudo olvidar.
“Hijo, en realidad no sé para qué viniste a este mundo… ¿No sé hasta cuándo estarás en esta misma condición?”. Luego siguió: “Te me vas de la casa, porque tienes que buscar una nueva vida. Un nuevo horizonte…”, le dijo su padre con lágrimas de frustración.
Huber fue enviado por su progenitor a la capital de El Salvador, para que sus hermanos mayores pudieran enderezar la vida del menor de la familia Sosa Lemus.
Al llegar al municipio de Soyapango, en el Área Metropolitana de la capital salvadoreña, dispuso todos sus esfuerzos por cambiar de vida y trabajar en el primer oficio que le tocara la puerta. Sin embargo, sus viejas costumbres juveniles salieron a flote, y antes que volviera a laborar conoció a nuevas amistades y empezó otra vez a alcoholizarse y consumir drogas.
“No pude dominar el alcohol, porque el alcohol me dominó a mí”, recuerda.
Su desconcertada vida también lo llevó a “prostituirse” –como lo expresan en su país– o a convertirse en un asiduo visitante de las meretrices de la ciudad capital, ya que siempre se escabulló de una relación formal.
“Cuando una chica se interesaba en mí y me pedía comprometernos, yo huía de ella... Era de las personas que nunca creyó en el matrimonio, porque solo buscaba una mujer fácil, para que cumpla mis deseos sexuales”, narra.

Experiencias divinas

Pese a su conducta desordenada, Huber con 19 años de edad, empezó a ser frecuentado por un joven cristiano del Movimiento Misionero Mundial, quien siempre lo invitó a la iglesia. Aunque cientos de veces se negó a ir, la palabra de Dios quedó impregnada en él.
Un tiempo después, volvió a escuchar el evangelio por boca de su primo hermano, más conocido como el “Gorrón”, quien recibió un disparo en una de sus piernas tras una riña callejera. Al tener una experiencia con Dios y salir del hospital, el Gorrón –ex compinche de fechorías de Huber– trató de llevarlo a los pies del Señor, pero sin éxito. Sin embargo, esto fue el inicio para que Huber sintiera la necesidad de buscar al Creador, sobre todo cuando empezó a leer la biblia o el “libro negro”, como él se refería.
Pasado un tiempo y después de leer las sagradas escrituras, Huber quedó completamente dormido y soñó con el Señor que lo llamaba a sus caminos, más no pudo entenderlo. Un tiempo después empezó a entender los designios del Señor, cuando soñó con un enorme ojo que lo observó desde el cielo y lo seguía por donde iba. Al despertar le produjo un gran temor.
“No quise ni mirar al cielo, porque supe que Dios observaba toda mi vida y toda la inmundicia que hice… Dios estuvo tratando con mi vida”, refiere.

Entregado a Dios

A mediados del año 1990 y con 22 años de edad, Huber tuvo muchas esperanzas de ingresar a una iglesia evangélica, pero las fiestas y los carnavales de la ciudad se lo impidieron; hasta que en una ocasión los cánticos y las melodías de una iglesia cristiana lo paralizaron en medio de la calle y lo acercaron a la puerta del templo, donde el Señor le habló tres veces, diciéndole:
“Hijo mío, este es el lugar donde yo te necesito”.
Al ser capturado por la voz celestial, sus amigos lo persuadieron y lo sacaron de la puerta de aquel templo y Huber volvió a perderse en sus parrandas y orgías.
Un tiempo después, aquel joven cristiano nuevamente empezó a frecuentarlo e invitarlo a la iglesia del Movimiento Misionero Mundial; pero esta vez a una vivienda, para que escuche el mensaje de un predicador australiano, que estaba a punto de partir a la isla continente.
Ante su disposición y tras una semana de asistir a dicha vivienda, ubicada en el Área Metropolitana de la capital salvadoreña, Huber se entregó al cristianismo y a una vida piadosa que lo convirtió en un siervo de Dios.
“Caí de rodillas pidiéndole perdón al Señor, y diciéndole que desde ese día gobierne mi vida porque yo nunca supo hacerlo”, recuerda.
Pese a que nunca quiso ser un ministro del evangelio, un año después el Señor lo llamó al ministerio pastoral a través de una profecía bíblica. En 1995 se casó con Susana Cerón y tuvieron dos niñas.
Desde 1999, trabajó como pastor en la ciudad de San Marcos. Luego pastoreó en la ciudad de Soyapango hasta el año 2007, en que fue designado como Vicepresidente de la Junta Directiva Nacional del Movimiento Misionero Mundial de su país, con 15 congregaciones de las cuatro zonas a los que supervisa actualmente.
Con toda la experiencia adquirida, el pastor Huber Sosa entiende que para ser un verdadero ministro del evangelio, no hace falta tener erudición, ni estudios ni seminarios teológicos, sino obedecer la palabra de Dios.

Fuente: impactoevangelistico.net

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