viernes, 22 de abril de 2016

“IMPACTO ME SALVÓ LA VIDA”

Carlos Guzmán Guzmán estuvo metido en todos los vicios posibles. Creció creyendo que Dios se había olvidado de él. Ser un hombre nuevo era un deseo escondido y nunca se atrevía. Hasta que la revista Impacto Evangelístico llegó a sus manos. Fue el mensaje que aguardaba para liberarse.

“Impacto me salvó la vida”

La tarde del 15 de octubre de 1998, Carlos tomó una edición de la revista Impacto Evangelístico que su hermana le ofreció. Al terminar de leer parte de su contenido y apreciar las imágenes que mostraba a cientos de creyentes llorando ante un altar, sus ojos se llenaron de lágrimas y como nunca antes lo hizo se preguntaba:“Señor: ¿Cuándo estaré yo así?”.
A los pocos días, su hermana y su cuñado lo llevaron a una cruzada evangelística, en la ciudad de Santo Domingo de los Colorados, al noroeste del Ecuador, donde un conocido predicador puertorriqueño anunciaba de Cristo. Al llegar a la concentración oró por su vida y por la sanidad de su pierna inútil, que en cuestión de minutos terminó corriendo y saltando sobre la tarima, afirmando que Dios existe y que hace milagros. Desde ese momento fue un nuevo hombre.
No creo en Dios
Carlos Henry Guzmán Guzmán siempre creyó en Dios, pero a lo largo de su infancia la vida probó su fe. Una de ellos sucedió la fecha de su nacimiento, el 16 de enero de 1966 en la ciudad de Tumaco en Colombia, en el que su adinerado padre contrajo matrimonio con otra mujer. Desde ese entonces Carlos y sus dos hermanos mayores tuvieron que trabajar desde su infancia, pues la pobreza extrema no los dejó descansar.
Otro de los motivos que reforzó las pocas esperanzas de Carlos, aconteció a sus 10 años de edad, cuando un desalmado aniquiló a su padrastro por adulterar con la esposa de este. Esta tragedia ocurrida en Tonsupa, Ecuador, los obligó a huir con su madre y refugiarse en el municipio de Esmeraldas, a 27 kilómetros al norte del país. Desde aquel momento, no tuvo más opciones que creer en sí mismo y salir adelante, aunque sea por la delincuencia y las drogas.
Los J3 Apaches
Siendo un adolescente de 16 años, Carlos conformó su primera pandilla denominada los J3 Apaches, especializada en robar minucias a los transeúntes, para pagar los vicios y las bebidas que ingirieron en cantinas y restaurantes. Después empezaron a asaltar diversos comercios y supermercados de la ciudad, hasta que él y cuatro de los diez integrantes de su banda, fueron identificados y acorralados en un conocido salón nocturno. Al encontrarse sin escapatoria, fugaron por la puerta trasera del local y saltaron a las profundidades del Río Esmeralda. Los agentes los detectaron rápidamente, y sin temor alguno dispararon contra las aguas del poderoso caudal.
Varios minutos después y al no percibir ningún disparo, cinco narices se asomaron al ras de las aguas. Fueron Carlos y sus secuaces que sobrevivieron a la caída y a los proyectiles de las autoridades. “Así comenzó mi vida, porque mi meta era tener plata en abundancia como mi padre lo tuvo, y tenía que lograrlo sea como sea”, expresa Carlos.
A los 19 años, fue conocido como el colombiano, por haber nacido en el país vecino. En ese tiempo conformó otra banda delictiva y sembró nuevamente el terror en la ciudad que lo adoptó. Se contactó con los hampones más peligrosos de los barrios de Esmeralda y se armaron con todo tipo de armas de grueso calibre, para robar bancos y joyerías de la provincia.
Por los enormes antecedentes de Carlos, una noche se topó con un sargento del ejército a quien disparó. Pusieron precio a su cabeza, fue buscado en todos los rincones de la ciudad, hasta que meses más tarde al bajar del centro de la ciudad hacia su casa, fue interceptado con una ráfaga de proyectiles.
Al caer, aparentemente herido, Carlos se levantó en cuestión de segundos y huyó hacia los matorrales, tras un rastro de disparos que fueron en dirección de él. En el momento su hija y sus vecinos pensaron lo peor; sin embargo varias horas después, Carlos apareció caminando y sin ninguna herida mortal. “A mí no me tocó ni una bala... Ni una me cayó”, dijo.
Pero este no fue el único operativo que intentó acabar con la vida del colombiano, al día siguiente a la misma hora y en el mismo lugar, nuevamente el ejército irrumpió en su casa y por poco lo capturan. En el disturbio los militares se confundieron y atraparon a un amigo suyo, mientras que él se perdió en el follaje.
“Siempre me invitaron a la iglesia o me predicaron el evangelio, diciéndome que Cristo me amaba y que podía cambiar mi vida. Yo me los sacaba de encima, mintiéndoles o diciéndoles que algún día iría a su templo… Cada vez que Dios me llamaba, algo me sucedía”, recuerda.
Comida para lagartos
A las pocas semanas, la milicia emprendió un operativo nocturno que logró dar con el paradero de los hampones. Al ser reducidos, fueron depositados en un camión con dirección a un criadero de lagartos para ser tragados por estos, como ocurrió con decenas de delincuentes capturados. Antes de eso, algunos presintieron su propia muerte, al sentir el rastrillo del fusil sobre sus cabezas.
Al llegar a la fosa les propinaron una andanada de golpes en todo el cuerpo, hasta dejarlos medio muertos. En un descuido Carlos intentó escapar, pero tropezó y por poco le pasan el volquete por encima. Al ponerlos en pie, formaron en fila india y nuevamente los agarran a golpes. “Con tanto garrote que me dieron, perdí la sensibilidad a tal punto de dejar de quejarme. Fue impresionante no sentir el dolor... Otros gritaron y creyeron que moriríamos allí, pero yo les decía que se queden quietos y que mueran como hombres… En mi interior yo le decía al Señor: No quiero morir así”, reconoce.
Al terminar de masacrarlos para ser echados al estanque de los lagartos, una conversación entre los militares cambió su destino y fueron llevados a la cárcel de la ciudad. Allí permanecieron durante un mes, hasta que sus heridas y hematomas sanaron y fueron puestos en libertad por influencias de uno de ellos. Al salir todos volvieron a lo mismo. Carlos que volvió a negar el llamado de Dios.
Tráfico de drogas
A inicios de los noventa, Carlos con 24 años de edad huyó hacia Colombia, en busca de un tío suyo, muy conocido en la elaboración y producción de pasta básica de cocaína. Al contactarse y trabajar con él, recorrió varios “chongos” o pozas de maceración, ubicados en los municipios de San Lorenzo y Cali, hasta llegar al municipio de Tumaco, donde Carlos nació.
Después de un tiempo en que ganó miles de pesos por el ilícito negocio, presenció los constantes conflictos entre las guerrillas y los paramilitares colombianos, por lo que decidió retornar a Esmeraldas en el Ecuador, y encontrarse con su madre quien por ese tiempo comulgaba la fe cristiana y le hablaba del Creador, diciéndole:“Le he pedido a Dios no morirme hasta que Usted sea un pastor y le sirva”. Carlos solo mostró su indiferencia, respondiéndole: “¡Por favor! no me hable de Dios”.
Un año después y parar evitar tener problemas con la justicia, se alejó temporalmente de la delincuencia y se dedicó a su oficio de sastrería, hasta que un incidente lo dejó postrado en cama. Todo ocurrió una noche de copas, cuando Carlos se agarró a golpes con dos hombres por tratar de defender a un hombre indefenso. En uno de esos forcejeos recibió un golpe tan fuerte, que le rompió todos los tendones de la pierna izquierda.
Al ser llevado a su casa no recibió asistencia médica hasta dos semanas después, en que los sobadores o rehabilitadores callejeros de la comuna no le dieron solución alguna. “Por el inmenso dolor, no pude dormir por las noches. Di grandes voces como el endemoniado gadareno, que cita la Biblia... Mi mujer fue la única que me ayudó en mi dolor”, recuerda.
Dos meses después, un traumatólogo revisó la pierna inflamada y podrida, y diagnosticó una invalidez de por vida, por lo que su miembro inferior se redujo y se secó en cuestión de meses. Su única forma de trasladarse fue saltando con la pierna sana.
Sanado por Dios
Varios años después en octubre año 1998, la ciudad de Esmeraldas brilló más que nunca al ser visitada por un conocido evangelista puertorriqueño, que obraba milagros en el poder de Dios. Aquella semana fue trascendental para Carlos, a sus 32 años de edad. Deseaba recibir la sanidad en su pierna, pero el vicio del alcohol y las drogas no lo dejaba en paz. “Señor, ya no quiero esta vida. Sálvame y quítame estos vicios”, oraba tímidamente.
Fue así que al llegar a la casa de su hermana, leyó un ejemplar de Impacto Evangelístico y se convenció de que la única forma de que Dios lo ayude, fue humillándose ante él como se reflejaba en las páginas de la revista. Al terminar de leerlo y derramar unas lágrimas por su estado, fue llevado hasta la ciudad de Santo Domingo de los Colorados y se entregó al Creador. Al llegar su regocijo se evidenció cada vez que él y muchos de los sanados milagrosamente, saltaron sobre la tarima agradeciéndole a Dios.
Al retornar a su casa, Carlos nunca más volvió a ser el mismo. Se alejó de los vicios, se casó con Mercy Valeriano Pincay y conformó una hermosa familia, gracias a que un día leyó la publicación del Movimiento Misionero Mundial y conoció al Creador.

Fuente: impactoevangelistico.net

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