Sin rumbo por la vida, Jefferson Vera Anchundia sobrevivió contaminado por las drogas, alcohol y todo tipo de libertinaje. Ingresó al fisiculturismo seducido por el culto al cuerpo. Y nada lo hacía feliz. Pero Dios nunca niega el perdón y logró rescatarlo.
Él fue la vanidad, la arrogancia, la soberbia, la altanería, la promiscuidad, la frivolidad, la infidelidad, el egoísmo y el envanecimiento. Todo reunido en un mismo hombre. Y le hizo honor cada día, cada instante, a la palabra mundanidad con su forma de ser. Jefferson Vera Anchundia, hasta hace tres años, era un ser humano que vivía de espaldas a Dios y se encontraba enredado en un mundo de oscuridad. El fisiculturismo, el hedonismo, las mujeres, las drogas, el alcohol, las riñas y los placeres carnales eran parte central de su realidad.
Nacido el 12 de noviembre de 1991, en la ciudad ecuatoriana de Quevedo, Jefferson fue marcado por el hierro de la perversidad desde pequeño. Armar el rompecabezas de su vida supone recopilar un sinfín de detalles amargos que lo alejaron más allá del camino del bien y del Señor. En su hogar, donde creció junto a sus hermanos Carlos, Leonardo y Esperanza, las buenas nuevas jamás se escucharon. “Crecí en un hogar donde la Palabra de Dios nunca estuvo presente. Mis padres, Carlos Vera y Jamilet Anchundia, creían a su modo en el Señor, pero no eran cristianos”, cuenta.
Vida agitada
Con los recuerdos aún frescos en su memoria, Vera afirma que la ruta de esos primeros años de su existencia fue turbulenta. Carlos, quien era militar, estaba atado al alcohol y no existió momento en que no discutiera y peleara con Jamilet. Además, Jefferson tiene presente que de su progenitor sólo recibió una lluvia interminable de insultos y maltratos por aquellos días. Lo peor vino en 2003 cuando su padre se retiró del ejército ecuatoriano y dilapidó el dinero de su jubilación. En aquel momento, la vida le propinó a Jefferson un golpe enorme que lo tiró a los brazos del mal.
Entonces, indignado y resentido, aterrizó su dolor en las faldas del licor. Con doce años a cuestas, empezó a emborracharse y a andar frecuentemente y sin necesidad de calle en calle. Cegado por la infelicidad, su corazón se llenó de orgullo, vanidad y de un apetito desmedido por lo material. “Llegué a sumergirme en el alcohol debido al odio y rencor que sentía por mi padre. Su relación con mis hermanos y conmigo estaba marcada por el machismo y las groserías. Incluso cuando ayudaba a lavar los platos a mi mamá me gritaba ponte faldas mujercita”, evoca.
En su adolescencia, guiado por sus enormes ansias de modificar su comportamiento, recaló en la lucha libre olímpica gracias a la invitación de un amigo. Sin embargo, confiesa que, en realidad, se involucró en este deporte como una vía para dejar de ser aquel muchacho delgado como un fideo del que todos sus amigos se burlaban. Además, repara que otro de sus objetivos fue marcharse de su hogar para no ser testigo presencial de las riñas que sostenían diariamente sus padres. Tardó un abrir y cerrar de ojos para involucrarse de lleno en la lucha.
Cargado de una furia letal, Jefferson fue de menos a más. Sus logros ocurrieron uno detrás de otro. Primero fue convocado al cuadro local, luego al provincial y después se integró a la selección nacional de lucha libre de Ecuador. “Me tracé la meta de ser exitoso para olvidar todo lo que pasaba en mi casa. Gané más de una docena de campeonatos y pude participar en torneos internacionales representando a mi país. En el deporte a mí me llamaban Fatal debido a mi corpulencia. Gracias a mi cuerpo, en ese momento, conquisté a un sinfín de mujeres”, relata.
Rumbo errado
Antes de cumplir los dieciocho años de vida, Vera, impulsado por la fatuidad y el orgullo, se volcó al fisicoculturismo. Un interés desmedido por incrementar aún más su musculatura, o quizás una oscura pasión por la presunción, le facilitó la ruta hacia las pesas y los gimnasios. Embobado por ese mundo de ilusión y misterio dice que se dejó arrastrar por el halo de superioridad y figuración que lo rodea. Pensó asimismo que, con un cuerpo esculpido por el entrenamiento y perfeccionado por los anabólicos, sería un adonis irresistible para cualquier fémina.
Hoy, cerca de seis años después, habla de aquel tiempo con vergüenza. Abochornado y contrariado, afirma que alcanzó cierto reconocimiento en el ambiente culturista y se adjudicó una serie de certámenes. Empero, lo que más le incomoda es que recayó en el consumo de alcohol y se enganchó a la marihuana y otras sustancias ilícitas. “Mi degradación fue en aumento. Junto con mi evolución física, me volví un infiel incorregible y mantuve muchas relaciones amorosas en paralelo. Además, las drogas me atraparon y muchas veces me emborraché hasta perder la conciencia”, puntualiza.
El 26 de febrero de 2011, el muchacho de Quevedo, quien además por arrogancia algunas veces hizo de stripper en despedidas de solteras, se bajó de esa nube que lo había envanecido y se enlistó en el ejército de su país. Según él, estaba cansado de su existencia libertina y algo en su interior lo impulsó a pensar que allí encontraría la paz que no tenía. Violento, como una bola de fuego, amante de moler a golpes a quien se le atravesara por delante, lo único que buscaba era la senda del bien. Empero, reconoce que en la milicia no halló lo que esperaba.
De espaldas al Señor, Jefferson sirvió primero en un fuerte de su ciudad. Luego, con la idea de alejarse por completo de su familia, solicitó su traslado a Guayaquil y fue destinado al recinto militar Huancavilca. En ese lugar, terminaría de graduarse en el desenfreno y la maldad. “En el fuerte existían soldados drogadictos, mujeriegos, agresivos y hasta ludópatas. Yo imité lo malo y una noche, la del 22 de octubre de 2011, en mi día libre, estuve a punto de matar con un revólver a Kledis Macías, miembro del MMM, quien se atrevió a aconsejar a una de mis enamoradas”, reseña.
Hombre renovado
Transformado en un personaje egoísta, vividor y seductor, Vera giró indefinidamente alrededor del mismo punto hasta que conoció la Palabra. Su encuentro con las buenas nuevas, ocurrió mientras sostenía un romance tormentoso con Noemí Matute al cabo de seis meses en el ejército. Al inicio, embarrado por la inmundicia en la que solía moverse, le costó atender el llamado del Evangelio pese a que en su interior existía un clamor enorme por la verdad. Luego, una y otra vez, se atrincheró en la diversión. No le importó ni siquiera que Noemí quedara embarazada y hasta la abandonó.
Sin embargo, el 23 de enero de 2012, cuando el arrepentimiento lo tenía acorralado, Jefferson se enteró del nacimiento de su primer retoño y escuchó la voz de Dios que lo conminó a rehacer su vida. “El Señor me mostró el camino para convertirme en una criatura de bien. Me reuní con Noemí y mi hijo Jefferson Gabriel y de inmediato comencé a buscar una iglesia para poner en práctica la fe que había descubierto en mí. En ese trayecto, me encontré con el hermano Javier Romero, de Quevedo, quien me llevó al Movimiento Misionero Mundial y me presentó el gran trabajo de la Obra de Dios”, atestigua.
En la actualidad, Jefferson Vera Anchundia, quien se entregó al Señor el 15 de julio de 2012 y se bautizó el 7 de junio de 2014, es una criatura restaurada. Al interior del MMM, y bajo el amparo de la sana doctrina, experimentó un giro radical y gracias al cristianismo hoy en día es un hombre de bien que venció al mal. Junto a Dios, y secundado por Noemí, con quien se casó el 23 de mayo de 2014, consiguió también que sus padres se unieran a la Obra. Asimismo, es un creyente comprometido que predica de forma indesmayable la Palabra en Quevedo y habla sin cesar respecto a su gran renovación espiritual.
Fuente: impactoevangelistico.net
No hay comentarios:
Publicar un comentario