Tom Ascol
Cuando un átomo se divide, se reduce su masa total y se libera una enorme cantidad de energía. Los resultados, graficados en el lanzamiento de las bombas atómicas que terminaron con la Segunda Guerra Mundial, pueden ser tremendamente destructivos y sus efectos pueden prolongarse por generaciones.
Estos resultados tienen su equivalente en el reino espiritual: las divisiones de la iglesia. Frecuentemente, las consecuencias pueden extenderse, ser devastadoras y perdurables.
La ruptura pecaminosa de las relaciones siempre trae consigo traición y decepción. En una iglesia, en donde los miembros se relacionan entre ellos como partes interdependientes de un cuerpo (Ro 12:5; 1 Co 12:12-30; Ef 4:25), el dolor causado por la división también puede dar lugar a la desconfianza y al escepticismo, dos malezas emocionales que, si no se sacan de raíz, van a evitar el surgimiento del tipo de amor y de la vulnerabilidad esenciales para la genuina comunión en el evangelio.
Inevitablemente, estas consecuencias negativas debilitan la misión de una iglesia: ser luz y mostrar la gloria de Dios a un mundo perdido y moribundo. El mensaje de reconciliación parece falso cuando es proclamado por personas que no pueden llevarse bien entre ellas. Francis Schaffer advirtió sobre el impacto mortal que tiene la división de las iglesias en el evangelismo.
El mundo mira, encoge sus hombros y se aleja. No ha visto siquiera el comienzo de una iglesia viva en medio de una cultura agonizante. No ha visto el principio de lo que Jesús dice que es crucial en su iglesia: la unidad visible entre verdaderos cristianos que son verdaderos hermanos en Cristo.
Con razón la Biblia pone tanto énfasis en la unidad de la iglesia y advierte tremendamente sobre el espíritu divisivo. Cuando la unidad de la iglesia se ve amenazada, están en riesgo nada menos que la gloria de Dios, la salud espiritual de los creyentes y el avance del evangelio.
Una vez le pidieron al apóstol Pablo que ayudara a una iglesia plagada de inmoralidad, arrogancia, errores doctrinales y otros problemas. Aunque cada uno de esos problemas es importante y potencialmente destructivo, la división de la congregación impediría que cualquiera de ellos fuese resuelto redentoramente. Es por eso que Pablo le da prioridad a este tema en su primera carta a la iglesia de Corinto.
Después de saludarlos y dar gracias por la gracia de Dios en sus vidas, Pablo los confronta directamente con la desunión: “Les suplico, hermanos, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que todos vivan en armonía y que no haya divisiones entre ustedes, sino que se mantengan unidos en un mismo pensar y en un mismo propósito” (1 Co 1:10). Pablo les ruega que sean unidos en su testimonio, entendimiento y juicio en lo que concierne a Cristo.
La amonestación de Pablo recuerda la oración de Jesús por la unidad de sus discípulos en Juan 17:11, 21-23. Ninguna iglesia que busque honrar a Cristo o prestar atención a la instrucción apostólica puede dejar de hacer que la búsqueda de la verdadera unidad sea siempre una prioridad urgente. De hecho, los creyentes no pueden estar a la altura de su gran llamado sin ser “humildes y amables, pacientes, tolerantes unos con otros en amor. Esforza[dos] por mantener la unidad en el Espíritu mediante el vínculo de la paz” (Ef 4:1-3; ver también Fil 1:27; 2:2).
A pesar de las fuertes advertencias que nos hacen las Escrituras respecto a la división y los llamados repetidos a la unidad, a veces las iglesias —incluso las buenas iglesias— enfrentan lamentables divisiones. Pablo y Bernabé tuvieron un “conflicto muy serio” respecto al rol que tendría Juan Marcos en su segundo viaje misionero. Pese a su piedad genuina y a su trabajo por el reino, sus diferencias en este asunto “acabaron por separar[los]” (Hch 15:39). El registro que hace Lucas de esta triste situación sirve como un duro recordatorio de que ninguna comunidad de creyentes es inmune a la división.
Cuando la unidad de la iglesia se altera, ¿cómo deben responder los miembros de ella? Incluso en las circunstancias más extremas, los miembros de la iglesia siempre deben recordar a Cristo, someterse a su señorío y obedecer su Palabra. La disputa nunca es una excusa para pecar.
Nuestro Señor fue traicionado y abandonado por sus propios apóstoles. Sin embargo, él continuó fielmente haciendo la voluntad de su Padre. Las iglesias que llevan su nombre y que existen bajo su autoridad y bendición pueden deshonrarlo de muchas maneras. Aun así, él sigue amándolas, enseñándoles y guiándolas mientras las llama al arrepentimiento (Ap 2-3). Como él, sus seguidores deben continuar amando a la iglesia —y especialmente a cada iglesia en particular— aun cuando vean división.
Cuando penas y desilusiones te tienten a dejar de creer en la iglesia, recuerda que nuestro Señor derramó su sangre por su herida y lastimada novia. También recuerda que un día, debido a su resurrección, todo mal será corregido y toda división pecaminosa será sanada. Te animo a cantar las palabras de Samuel John Stone plasmadas en su himno “El único cimiento de la iglesia”, y especialmente el cuarto verso, el menos conocido:
Aunque con un asombro despectivo el hombre la vea dolorosamente oprimida, desgarrada por divisiones y angustiada por herejías, los santos siguen vigilantes, su llanto llega hasta los cielos, “¿cuánto más durará?”; pronto, ¡la noche de lamentos será una mañana de alabanza!
Cuando una iglesia se divide, inevitablemente se lastima a muchas personas por actitudes y actos pecaminosos. En esas situaciones, debemos recordar que nuestro Maestro sabe cómo es esto y nos ha mostrado cómo responder (1 P 2:19-25). Debemos perdonar como personas que hemos sido perdonadas. Como pecadores, debemos arrepentirnos y recordar que esto es precisamente por lo que Jesús murió.
Artículo original: http://www.ligonier.org/learn/articles/church-splits/
Traducción: María José Ojeda
Traducción: María José Ojeda
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