sábado, 21 de mayo de 2016

Salvando al comandante León

Salvando al comandante León
Perteneció casi por casualidad a las guerrillas sandinistas en Nicaragua y llegó a tener un alto cargo con mucho poder. Durante una noche de alcohol y drogas, asesinó a un compañero. No fue el único episodio trágico en la azarosa vida de este hombre que cambió su vida cuando conoció a Dios.
Despertó sobresaltado a causa de los gritos desaforados de alguien que estaba al costado de su litera de militar revolucionario. Apenas abrió los ojos, vio el cañón oscuro de un revólver que lo apuntaba en la frente. Era un mayor del ejército sandinista de Nicaragua que lo estaba deteniendo.
Entonces, las brumas del alcohol comenzaron a disiparse y el recuerdo de la víspera sangrienta irrumpió de golpe en su cerebro. Se vio discutiendo ebrio con un compañero con el que compartía ingentes botellas de flor de caña, luego una violenta pelea y, finalmente, el sangriento final. Le había quitado la vida a uno de sus guardaespaldas de tres balazos.
 
Leopoldo Palacios Avellano, conocido como “Comandante León”, quedó detenido desde ese día acusado de homicidio y confinado a un calabozo de la fortaleza de San Carlos, en Nicaragua. Comenzaba uno de los periodos más aciagos de su atormentada vida.
Había llegado al Frente Sandinista de Liberación Nacional de Nicaragua a mediados de la década del setenta. Pese a haber nacido en Costa Rica, se enroló en una columna llamado Los Terceristas de la guerrilla nicaragüense, llevando un camión comprado por su madre. Empezó trasladando armas y municiones a todos las guerrilleros desplegados en el territorio nicaragüense. De contrabando, llevaba también marihuana para los soldados.
 
Cuando los sandinistas llegaron al poder luego de derrocar al gobierno de Anastasio Somoza, este hombre que, hasta ese momento era conocido como el “Macho”, escaló posiciones. Su reconocimiento mayor lo logró con la toma del pueblo de Morritos en el departamento de Acoyapa, al que gobernó por varios meses con el apelativo de “Comandante Marco”.
Con apenas 22 años, tuvo poderes para perseguir y encarcelar a quienes estaban en contra de la revolución sandinista y en contra suya.  No desperdició oportunidad alguna para enviar a muchos a las mazmorras de la Base Central, en el municipio de San Carlos, y a otros, sencillamente los eliminó por encargo de sus superiores.  De ese modo, ganó fama y más poder hasta que llegó la noche trágica de la francachela y su encarcelamiento.
 
Durante largos meses, el “Comandante León” no pudo dormir tranquilo en la prisión por miedo a que lo mataran. Cierto día su madre lo visitó y le dejó suficiente dinero para comprar al contado la confianza de sus carceleros y poder dormir bien. Pero no solo logró eso, sino también consiguió alcohol y marihuana en abundancia.
De ese modo pasó varios meses en una celda, pero no quería quedar más tiempo en ese lugar. Cierto día logró fugar aprovechando un descuido de sus celadores.  La escapatoria fue una aventura que casi termina con su vida.  Tuvo que cruzar el caudaloso río San Juan y caminar por un pantanal plagado de alimañas y todo tipo de animales, mientras sus captores lo perseguían.

El pasado nada feliz

Fueron varios días en el bosque tropical repleto de peligros. Caminó casi sin descansar para eludir a sus perseguidores. En los escasos minutos de pausa, recordaba su vida pasada que no había sido nada tranquila, ni ejemplar. Desde su niñez, en la década de los sesenta, empezó a consumir cigarros y el licor que dejaban los clientes de los negocios de su madre. De pronto, las botellas de vino de la bodega y de las cantinas empezaron a desaparecer; sobre todo cuando terminaban las fiestas de cumpleaños de los amigos, un matrimonio o alguna fiesta popular. Casi sin darse cuenta, estaba metido hasta la garganta en el vicio de la bebida.
 
Sus padres no se daban cuenta de nada y todo empeoró cuando su padre se marchó a Nicaragua en búsqueda de dinero. En buena cuenta, aquel adolescente crecía desamparado.
- Mis padres se dedicaron al 100% a sus negocios y se olvidaron de mí – recuerda.
Pero eso no fue único problema. A los 14 años, descubrió la marihuana y desde entonces empezó a comercializarlo en plazas y calles. Por esa causa fue encarcelado más de 30 veces.
 
Su madre, quien siempre estuvo presta a ayudarlo y libertarlo de la cárcel cuando era necesario, lo envió a la capital de Costa Rica para que estudie en una de las mejores escuelas del país. En esa ciudad vivió junto a su abuela y a sus primos en una pensión de abuelo en el barrio de Plaza Viques.
Nunca aprendió las lecciones de la escuela, pues siempre se consideró un pésimo estudiante. Pero tenía tendencia para la vida licenciosa. Cierto día encontró cinco cigarros o “porros” que cayeron de la billetera de un amigo suyo. Al otro día, la inquietud lo llevó a probar por primera vez aquellas sustancias y ya no pudo dejarlo. Todo el dinero que su madre le enviaba, era empleado para comprar esa droga.
 
Cierto día, su sexagenaria abuela lo descubrió con sus vicios y lo envió a casa de uno de sus tíos en Puerto Limón, una provincia caribeña de Costa Rica. En este lugar, se vinculó con afamados hampones vendedores de drogas y nuevamente cayó en el abismo. Por esta razón, a los 16 años, abandonó los estudios y se marchó con un huaquero en busca de oro en las montañas del Valle de la Estrella.
 
Al año siguiente retornó a su pueblo con los bolsillos vacíos, pero con muchas más habilidades para retomar su ilícito negocio de consumidor y vendedor de droga. Esto mereció que las autoridades nuevamente lo encarcelen, sobre todo por estar vinculado a un forajido que robó e intentó violar a una mujer.
- Siempre hay un comienzo para todo y el Diablo me ató por medio de los vicios – expresa.
A los 18 años, trabajó en una entidad del estado costarricense, pero fue despedido en cuestión de meses por su conducta agresiva y por su evidente dependencia a las drogas. Luego abordó un barco camaronero y navegó por varios meses. Esa era su vida hasta que se enlistó a las fuerzas sandinistas y luego mató al compañero de armas.

Huyendo a casa

Cuando deambulaba por la selva después de su fuga y trataba de cruzar la frontera hacia Costa Rica, Leopoldo Palacios Avellano trepó un frondoso ceibo y divisó Los chiles, su pueblo natal. En el trayecto casi se cruza con un comando sandinista que planeaba peinar el lugar para ubicarlo vivo o muerto, pero gracias a su experiencia militar, burló a sus captores y siguió su trayecto.
Al llegar a la frontera, traspasó con dificultad enormes extensiones de pantanos, donde solo los espinos y los mosquitos hacen más difícil el camino. Su ropa se desbarató y buscó descansó en un rancho abandonado. Al otro día, encontró a un joven que lo buscaba por orden de su padre que le había pagado una gran suma de dinero por encontrarlo y ponerlo a buen recaudo.
 
Después de dos días más, ambos llegaron a Costa Rica y el muchacho lo condujo a una de las fincas de su padre en un pueblo cercano. Allí permaneció oculto por algunas semanas y luego retornó a Los Chiles, recuperó su camión y volvió a las mismas andadas y los mismos vicios de antes.
Un tiempo después, quiso dejar las drogas y buscó la ayuda de diversos especialistas de la psicología. En su desesperación, pasó por programas de alcohólicos anónimos y en sesiones de curanderismo y hechicería, donde ingirió todo tipo de brebajes para abandonar el vicio, pero nada le dio resultado.
 
A inicios de los ochenta conoció a una muchacha, se enamoró y se casó. Trató de cambiar su vida pero recaía constantemente. Seis años después y con la ayuda de su adinerada madre, formó una empresa y compró fincas y camiones, pero sus vicios fueron más poderosos. Derrochó todos sus recursos en fiestas, drogas y en los juegos de azar. La convivencia con su esposa se transformó en pleitos y peleas de tal magnitud que cierto día casi la envenena a ella y a sus dos hijas.

Nueva criatura

Para Leopoldo Palacios Avellano, 1986 fue un año trascendental porque cambió el rumbo de su vida y el de su familia hasta la actualidad. Todo empezó desde que su esposa y sus dos hijas empezaron a congregar a una iglesia cristiana y orar por la familia.
Cuando vivía en Coopevega, el hombre comprendió que estaba en la ruina, alzó su mirada al cielo y pidió auxilio a Dios. Unos días después estando en su casa, sintonizó por casualidad un programa de televisión cristiano, donde un conocido predicador norteamericano compartía la Palabra de Dios. Grande fue el impacto que le generó, pues al terminar el mensaje, comenzó a llorar frente al televisor y se entregó al Creador. Al día siguiente, sintió la necesidad de asistir a la iglesia, y desde aquella fecha nunca más se despegó de ella. Hoy es un predicador del Evangelio.
 
-          ¡Dios me libertó!, soy una nueva criatura, como lo dice la Biblia – dice Leopoldo.
Había llegado al Frente Sandinista de Liberación Nacional de Nicaragua a mediados de la década del setenta. Pese a haber nacido en Costa Rica, se enroló en una columna llamado Los Terceristas de la guerrilla nicaragüense, llevando un camión comprado por su madre. Empezó trasladando armas y municiones a todos las guerrilleros desplegados en el territorio nicaragüense. De contrabando, llevaba también marihuana para los soldados.
 
A inicios de los ochenta conoció a una muchacha, se enamoró y se casó. Trató de cambiar su vida pero recaía constantemente. Seis años después y con la ayuda de su adinerada madre, formó una empresa y compró fincas y camiones, pero sus vicios fueron más poderosos. Derrochó todos sus recursos en fiestas, drogas y en los juegos de azar, el hombre comprendió que estaba en la ruina, alzó su mirada al cielo y pidió auxilio a Dios. Unos días después estando en su casa, sintonizó por casualidad un programa de televisión cristiano, donde un conocido predicador norteamericano compartía la Palabra de Dios. Grande fue el impacto que le generó, pues al terminar el mensaje, comenzó a llorar frente al televisor y se entregó al Creador.



Fuente: impactoevangelistico.net

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